Entre 2002 y 2013, se registraron 908 crímenes de ambientalistas en 35 países. La mayoría de los crímenes se registraron en América Central y del Sur. El número es equiparable a la cantidad de periodistas muertos en el mismo período.

Por Lucía Guadagno
“Yo vivo con un arma en la cabeza apuntándome a toda hora. Denuncio a los madereros, a los carboneros, y ellos piensan que no debo vivir”, dijo José Claudio Ribeiro Da Silva, un productor de nueces del nordeste brasileño durante una conferencia internacional en Manaos, el 6 de noviembre de 2010. Seis meses después fue asesinado a balazos junto a su esposa, María do Espírito Santo.

El matrimonio vivía junto a otras 500 familias en la reserva natural Praialta Piranheira, en el estado brasileño de Pará, donde se permite la explotación sustentable de nueces, frutos y caucho, pero no la extracción de árboles. Ambos eran dirigentes del Consejo Nacional de Poblaciones Extractivistas de Pará, uno de los legados de Francisco “Chico” Mendes, recolector de caucho y líder de la lucha por la defensa del Amazonas, asesinado en 1988.

Ribeiro Da Silva predijo su muerte; sabía que lo iban a matar porque tanto en Brasil como en muchos otros países del mundo están dadas las condiciones para que quienes defienden su tierra y el medio ambiente sean asesinados.

Así lo revela un informe de Global Witness, una organización internacional con sede en Londres, que denuncia que entre 2002 y 2013 murieron al menos 908 personas en 35 países por conflictos ambientales y que sólo en el uno por ciento de los casos se condenó a los culpables.

La mayoría de los crímenes se registraron en América Central y del Sur. Siguen en la lista los países asiáticos y africanos. “Entre 2008 y 2012, el índice fue de dos asesinatos por semana”, alertó la organización en su último informe, titulado Ambiente Mortal (Deadly Environment) y publicado semanas atrás en su sitio web.

La cantidad de crímenes es equiparable al número de periodistas asesinados en el mismo período por ejercer su trabajo –que fueron 913–, según el relevamiento que realiza el Comité para la Protección de Periodistas (www.cpj.org).

Uno de los principales motivos de los asesinatos es la defensa del territorio ante desalojos y desmontes ilegales, ya que las comunidades campesinas e indígenas en su mayoría no poseen títulos de propiedad sino la posesión ancestral de la tierra. Otros son la minería a gran escala, el comercio ilegal de madera y proyectos hidroeléctricos que desplazan a poblaciones enteras.

Según el informe, quienes están expuestos a estos conflictos suelen tener un escaso conocimiento de sus derechos o muy baja capacidad para ejercitarlos, lo que los hace uno de los grupos más vulnerables dentro de quienes defienden los derechos humanos.

Cultura de la impunidad

Asimismo, Global Witness denuncia con insistencia lo que define como una cultura endémica de impunidad. “A menudo, los defensores se enfrentan a las amenazas precisamente de las personas que deberían protegerlos: en varios casos se han visto implicados miembros de las fuerzas de seguridad del Estado, que suelen colaborar con empresas y propietarios particulares de las tierras”, señala el informe.

Entre 2002 y 2013, la organización sólo tiene constancia de que se haya juzgado, condenado y castigado a 10 personas, lo cual representa un uno por ciento de la cifra total de asesinatos conocidos. “Esta falta de reparación para las víctimas y sus familias tiene un efecto silenciador añadido sobre el activismo ambiental, que disuade a otras personas de proteger los derechos sobre la tierra y el medio ambiente”, afirman.

Aclaran, además, que es probable que la cantidad de víctimas sea mayor ya que hay países en los que es muy difícil acceder a los datos. Y destacan que la muerte supone el extremo más grave y perceptible de toda una serie de amenazas, como la intimidación, represión, estigmatización y criminalización de los activistas.

Los peores

Las cifras de Brasil son alarmantes. En los nueve años relevados se registraron 448 asesinatos. En este caso, Global Witness advierte que puede atribuirse, entre otros factores, a una mayor preocupación y monitoreo de estas causas en comparación a otros países del mundo, y señala que buena parte de los datos fue provista por la Comisión Pastoral de la Tierra.

El segundo país con más crímenes es Honduras, donde se relevaron 109 casos, y luego Filipinas, con 67.

En este último se advierte una fuerte connivencia de las fuerzas de seguridad y el Poder Judicial con los intereses de quienes perpetran los asesinatos. El 19 de octubre de 2012, la indígena Juvy Capion y sus dos hijos de 8 y 13 años fueron acribillados a balazos por un grupo de hombres que, según declararon testigos en el juicio, pertenecían al 27º Batallón de Infantería del Ejército de Filipinas. Pero la Justicia desestimó esas denuncias. La mujer se oponía a un proyecto de la Xtrata-Saggitarius Mining Inc. (SMI), que encabeza el megaproyecto de extracción de cobre Tampakan, en Mindanao, en la zona sur de Filipinas.

La resistencia a la minería es una de las principales causas de los asesinatos en Filipinas. También la tala ilegal, la expansión de cultivos para producir biocombustibles y la construcción de grandes centrales hidroeléctricas.

En Brasil, gran parte de los conflictos se relacionan con la concentración de la propiedad de la tierra y la deforestación de la selva amazónica. El 68 por ciento de los asesinados en 2012 se oponían a las talas en el Amazonas y la mayoría de los casos ocurrieron en zonas recientemente deforestadas que luego se utilizan para la ganadería o el cultivo de soja.

A pesar de los esfuerzos hechos en el país para frenar la destrucción de la selva, en 2013 la deforestación creció un 28 por ciento, según datos del Instituto Brasileño del Medio Ambiente (Ibama), perteneciente al gobierno de Brasil. El 61 por ciento ocurrió en los dos estados más afectados por la violencia contra campesinos e indígenas: Pará (41 por ciento) y Mato Grosso (20 por ciento).

Otro factor es que las compañías y empresarios que se dedican al comercio de la madera y la agricultura tienen una enorme influencia sobre la clase política en las zonas donde se registran más crímenes.

“En Matto Grosso, por ejemplo, la clase dirigente ha sido dominada por los intereses de los negocios agropecuarios, sobre todo los relacionados con la carne, la soja y la caña de azúcar. Estas elites se enfrentan con las comunidades guaraní y kaiowa, que hace cientos de años que viven en esa región”, destaca Global Witness. La mitad de los asesinatos entre 2002 y 2013 ocurrieron en esta región, donde murieron 250 indígenas.