El capitalismo en su última etapa está hambriento de recursos naturales, de tierra, bosques, biodiversidad, minerales, agua, etc., y los busca donde hubo poblaciones que los preservaron. El 80 por ciento de los territorios preservados es de los indígenas y campesinos, y parte importante está en América latina.
Por Norma Giarracca * publicado en Página/12
En las últimas décadas, a pesar del derrumbe de toda la ingeniería social conocida como modernidad, el capitalismo en su matriz económica está mostrando sus peores rasgos, restando la autonomía relativa que la política supo lograr en otros períodos. Pero existen resistencias de todo tipo que se escuchan por todo el mundo y suenan fuertes en nuestra América latina. Muchas poblaciones luchan por sus territorios, porque están en peligro de perderlos o de ser devastados por actividades extractivas. En efecto, el capitalismo en su última etapa está hambriento de recursos naturales, de tierra, bosques, biodiversidad, minerales, agua, etc., y los busca donde hubo poblaciones que los preservaron. El 80 por ciento de los territorios preservados es de los indígenas y campesinos, y parte importante está en América latina.
Los organismos internacionales generaron las condiciones jurídicas y de fiscalización para que las corporaciones transnacionales tuvieran el camino allanado para llevarse lo que necesitan. Así, Monsanto, Barrick Gold y decenas de mineras y petroleras, como lobos, comenzaron a olfatear (explorar) territorios de donde extraer recursos, pero las poblaciones –pueblos indígenas, campesinos, criollos, afrodescendientes o descendientes de inmigrantes– decidieron resistir y no ceder. Las resistencias socioterritoriales –aquellas donde el territorio está en el centro de la disputa– han sido muchas; las hubo desde aquellas que han movido viejas estructuras oligárquicas, racistas (Bolivia), hasta aquellas que ponen en evidencia propuestas desarrollistas de carácter extractivo en viejos dirigentes de izquierda que “atrasan” varias décadas.
El derecho a dar consentimiento de instalación a las megaactividades en una región, o la idea de que la naturaleza tiene derechos, puede resultar muy difícil de entender y asimilar, sobre todo entre quienes se aferran a viejos paradigmas modernos/coloniales que jerarquizaron poblaciones, formas de producir, saberes y culturas. Por lo tanto, la búsqueda de esos derechos va de la mano de procesos de desactivación de la matriz moderna/colonial del poder, del saber (conocimientos) y el ser (conformaciones subjetivas).
Las poblaciones autoorganizadas luchan de modos heterogéneos: algunas toman distancias de los Estados y sus leyes, y están las que asumen “acciones directas” (siempre respetando el principio de no violentar los cuerpos, que es lo que hace el poder). En la Argentina se utiliza una variedad de formas de resistencias socioterritoriales: desde “la acción directa” cortando rutas, bloqueando camiones o construcciones, hasta el pedido de llevar a cabo plebiscitos. A medida que se niega el derecho constitucional a plebiscitar, a conseguir una participación legal en la decisión de determinada inversión de carácter extractivo, se cierran opciones y prevalece la “acción directa”. En el país hubo sólo dos plebiscitos permitidos y ganados por significativa mayoría, a pesar de los derrames de dinero de las corporaciones (Esquel y Locopué). No se permitieron más, en una evidente acción de conculcación de derechos (otro tanto con los consentimientos en comunidades indígenas). La asamblea de Gualeguaychú demostró, por otro lado, que cuando una medida pedida por ella –acudir al Tribunal Internacional de La Haya– solicitó el despeje del puente, la aceptó en asamblea por mayoría, y ahora es el Estado uruguayo el que viola esa misma resolución con el permiso de aumento de producción de la pastera.
Todavía es difícil querellar por estos derechos de decisión sobre los territorios, más allá de los existentes de carácter ambiental (que no se cumplen). Prevalece el “sentido común” que sostiene que toda inversión económica la deciden los que mandan (los “representantes”) y es buena porque genera trabajo, ingresos fiscales, etcétera. No obstante, la realidad demuestra las falacias de esas afirmaciones. El fiscal uruguayo Enrique Viana nos cuenta (en Página/12 del jueves 3) que el mito del trabajo de la pastera en Fray Bentos terminó cuando se contaron apenas 250 puestos de trabajo, donde sólo 55 son trabajadores de la ciudad y que ésta sigue tan pobre como antes, y ahora con el río Uruguay contaminado. Lo mismo podríamos decir de cualquier actividad extractiva de la Argentina o del resto de América latina. Las resistencias son muchas y muy interesantes; el poder responde como lobo furioso al que le sacan la presa: ya no sólo persuade con dinero, propagandas, sino que está latente la violencia, como hace unos días en Malvinas Argentinas, Córdoba, o antes en Neuquén. El tiempo juega a su favor, se pierden bienes comunes; por eso, por lo menos en nuestro país, es más que urgente que este debate se ponga en la agenda electoral actual y en la de 2015.
* Socióloga, coordinadora con Miguel Teubal de Expansión de las actividades extractivas. ¿Reprimarización de la economía argentina? (Editorial Antropofagia).