Repensar críticamente los derechos humanos y la democracia. Explicitar la “dictadura extractiva” en los territorios saqueados. Los pueblos indígenas, campesinos y asambleas socioambientales como sujetos históricos para un nuevo modelo. En un ensayo inédito, Horacio Machado Aráoz cuestiona los pilares fundantes del Estado argentino, denuncia los genocidios invisibilizados y reivindica las luchas vigentes para “retomar la Tierra”.
Foto de portada: Nicolás Pousthomis
El título que nos convoca constituye la expresión de una profunda contradicción histórico-estructural que atraviesa de principio a fin la constitución del sistema-mundo colonial-moderno y que, por cierto, abarca y comprende la historia de nuestro país, la “nación Argentina”, que lleva por nombre propio, la marca de su origen y su constitución colonial.
La conmemoración de los Derechos Humanos en Argentina resurge con fuerza tras el retorno de la democracia y como política de “Nunca más” frente al genocidio perpetrado por la última dictadura cívico-militar, del 24 de marzo de 1976. Pero, como sabemos, ése no fue el primer genocidio, sino que estamos en un Estado que ha sido construido sobre el genocidio. Estamos ante una “nación” que se ha erigido sobre un genocidio originario, fundacional; un genocidio que ha construido las bases y las condiciones de posibilidad del “Estado” y de la “Nación argentina”. Ese genocidio es Eco-genocidio. Es Hidro-genocidio. Es epistemicidio histórico-estructural.
Muchos genocidios
El epistemicidio sienta los pilares de la colonialidad; del renegamiento de los saberes, las historias y los sentidos propios de ser y existir; los conocimientos que afirman las capacidades y la voluntad de autodeterminación de un pueblo y que ya entonces, una vez perpetrado, lo colocan en situación de disponibilidad para asumir el proyecto político del colonizador; asumir su idea de “civilización” como destino manifiesto y como única posibilidad histórica.
El epistemicidio crea las condiciones presentes de nuestra colonialidad. Y la idea “heredada” de Derechos Humanos hace parte de todo el andamiaje teórico e institucional, filosófico-político y jurídico-político, de la colonialidad eurocéntrica; de la colonial-modernidad. En un punto, debemos considerar seriamente la posibilidad de que la idea “occidental” de “Derechos Humanos” sea la pieza más estratégica de la Razón Imperial. Esto es, lo que, presentándose como una salvaguarda y un horizonte de (luchas por la) emancipación, sea el grillete más hermético y el techo pétreo que aplasta los imaginarios y aspiraciones igualitarias y libertarias de los “condenados de la Tierra”.
Hay una contradicción insalvable entre una forma jurídico-política que nace y se constituye desde un acto de ecogenocidio y una forma que se presenta como el garante de nuestros derechos más básicos e inalienables. ¿Cómo es que un estado ecogenocida y originariamente racista, se ‘convierte’ en “Estado de Derecho”? Ninguna “Declaración de Derechos”, ningún Preámbulo, puede borrar —sin reparación, sin restitución— las bases ecogenocidas de las que surge y sobre la que se erige la “constitución nacional”, la construcción del Estado.
Tenemos que abrir esa Constitución, esa idea de “estado de derecho” y esa idea de “democracia” que ha sido instaurada presuntamente como el orden normativo que vela y protege nuestros derechos más elementales, para ir más allá de sus subsuelos coloniales.
Foto: Nicolás Pousthomis
¿Qué democracia?
Esta contradicción radical, histórica, originaria, constitutiva y constituyente, se hace historia presente cada vez que asistimos a un nuevo ciclo de expansión o aceleración de las fronteras extractivistas. Para ilustrar esto, viene a la memoria la escena de las luchas en Andalgalá y Tinogasta, en el año 2012. La ruta 40, la ruta 60, las calles de Andalgalá fueron escenario de las represiones más violentas y fueron represiones dictadas y conducidas por un gobierno que durante su campaña había prometido diálogo con “los ambientalistas” y que hablaba de poner fin a la represión; un gobierno que se decía “nacional y popular” y que estaba estrenándose en el ejercicio del poder. En ese contexto, salió una consigna que se convirtió en emblema de la resistencia: “Donde hay mega-minería no hay derechos humanos”. Ese fue el lema de la campaña que ese 10 de diciembre de 2012 se desplegó en los valles minerados de Catamarca.
Donde hay extractivismo, no hay derechos humanos. No sólo eso: donde hay extractivismo no hay ni puede haber estado de derecho, ni orden democrático. Porque el extractivismo supone un orden jurídico político donde el privilegio de una minoría apropiadora se convierte en el fundamento del “orden social” y de la “convivencia colectiva”; se hace Ley Suprema. La ecuación política del extractivismo es del orden del despojo y de la lógica sacrificial. Como régimen político y forma de gobierno, consiste en la creación y reproducción de un entorno de privilegios a costa de la explotación sacrificial de las condiciones de existencia de vastas mayorías.
En las zonas coloniales, la dinámica sacrificial es una constante. Por eso decimos que el extractivismo es la economía política del colonialismo; y el colonialismo es la infraestructura histórico-geográfica del capitalismo. No hay capitalismo sin extractivismo. El extractivismo es el propio geometabolismo del capital succionando los territorios vivos —los modos de vida agroculturales de poblaciones/pueblos arraigados— así convertidos en zonas coloniales, zonas de sacrificio. Hablamos de un régimen político, un patrón de poder, no del “gobierno de un partido”, cualquiera sea; es el régimen de gubernamentalidad que atraviesa y delimita el margen de acción de todos los partidos y de todos los gobiernos de este orden. Un orden gubernamental, un modo de gestión y de concepción de la forma política que construye unas mantas de seguridad sobre los privilegios pétreos de unas minorías, a costa de la precarización y la violación de los derechos más elementales de las grandes mayorías.
Eso es lo que está en el origen; en las “Bases”: minorías que construyen violentamente una posición de privilegio a costa de la destrucción de las condiciones de existencia de grandes mayorías. Ese privilegio es histórico-estructural; es un principio operativo, configurador de mundos y productor de realidad(es). El extractivismo es una pragmática de la dominación que se materializa en la explotación sacrificial de poblaciones-territorios que, de tal modo, son constituidos en “zonas de aprovisionamiento” de los bienes naturales de fondo (agua, aire, suelo, energía, incluida la energía en forma de trabajo social humano), “materias primas”, “commodities” para el subsidio del consumo exclusivo y excluyente de minorías privilegiadas.
Cuando decimos que el extractivismo es una pragmática de la dominación estamos señalando su innata vocación expansionista. Geometabólicamente, el extractivismo no reconoce límite alguno; es un régimen energívoro, hidrominero-energívoro. Es una pulsión hacia la acumulación incesante y continua; la acumulación como fin en sí mismo. No es sólo la destrucción y transformación de seres vivos en procesos y recursos mercantilizables; es la mercantilización continua y corriente del mundo de la vida como vía necesaria para la valorización abstracta; como medio de financierización. El extractivismo es la fagocitosis continua y sistemática de energías vitales de territorios concretos para su metamorfosis en valores abstractos. Es la destrucción sacrificial de medios de vida, geografías habitadas, como medio y condición para alimentar una espiral creciente e incesante de rentabilidad. Sobre esas bases, no hay forma de construir un orden universal, común, de derechos.
La falla de origen de la idea occidental de “derechos humanos”
Estamos acá no tanto para celebrar o conmemorar una forma jurídica política —“los derechos humanos como bandera”—, sino para tomarla como una herramienta de deliberación. Parece necesario asumir el desafío y la necesidad de repensar y recrear esa noción heredada de “derechos humanos”. Recrearla radicalmente; esto es, descolonizarla; deconstruir hasta sus átomos más elementales de colonialidad. De lo contrario, no podremos transformarla en una herramienta política que sea eficaz en los nuevos escenarios de opresión y de depredación con los que nos enfrentamos. Afrontamos escenarios que reactualizan y profundizan las bases coloniales sobre nuevas formas de opresión y nuevas formas de depredación.
Necesitamos recrear radicalmente la noción de “derechos humanos”, pero no como una tarea intelectual; no se trata de redactar una nueva declaración formal ni una fórmula jurídico-política. Estamos hablando de la necesidad de recrear como un proceso material de reinventar formas de relacionamientos, de materialidades, de prácticas; instituir otras formas concretas de relacionarnos entre seres vivos, humanos y no humanos, como seres con-vivientes, como comunidades de vida enraizadas y encarnadas en los territorios; creando nuevas formas de vivir y de producir la con-vivencia; de producir la habitabilidad de la tierra que hoy está en juego.
Seamos conscientes de que, incluso esa habitabilidad, está hoy amenazada por esa idea heredada, colonial, e institucionalizada de “derechos humanos”. Por eso necesitamos deconstruir, reconstruir, refundar de raíz, esa idea de “derechos humanos”; para ampliar, precisamente, el horizonte de la emancipación y para que, en nombre de los derechos humanos, no se generen nuevas formas de legitimación de violentamientos y de opresiones. Porque no podemos pasar por alto que venimos de experimentar y sufrir gobiernos que, en nombre de la defensa de “derechos humanos”, han ampliado la frontera del extractivismo. Que, en nombre presuntamente del “reconocimiento y la ampliación de derechos” o bajo su justificación, han producido nuevas oleadas de despojo, de avasallamiento, de destrucción de territorios habitables. Entonces, vuelve a surgir ahí esa gran contradicción fundamental.
Foto: Nicolás Pousthomis
Pasado y presente
Esta gran contradicción remite a los propios orígenes de la noción “occidental de “derechos humanos”, al contexto histórico-geográfico y a las condiciones geopolíticas de su surgimiento y formulación. Porque no podemos omitir que, en su primera formulación, la irrupción de la noción jurídico política de “derechos humanos” tiene lugar y se produce a fines del siglo XVIII, en un momento histórico en el que se estaba pasando de la Era de los descubrimientos imperiales (1492-1648), a la Era de la organización colonial del mundo, de consolidación del nuevo patrón de poder mundial (1648-1815).
Es un momento histórico en el que surgen y se institucionalizan las principales formas, principios y tecnologías políticas que va a pasar a regir y regular la producción de la vida social sobre la Tierra, representando un proceso de uniformización, de universalización y de cambio drástico del sentido de la existencia en general. Y el tema es que la declaración “universal de los derechos del Hombre” se hace en ese marco no por acaso, sino como pieza clave y emblemática de esa nueva institucionalidad que gusta de presentarse como el epígono culminante de La Civilización.
1789 marca el momento en el que una minoría violenta —haciendo caso omiso de la inmensa mayoría y de la extraordinaria sociobiodiversidad de habitantes de la Tierra— se arroga prepotentemente “el derecho” de hablar en nombre del “Universal”. Es la institucionalización, ya de este tipo de acontecimientos que empezó a hacerse (mala)costumbre a partir de 1492.
En este caso, esa extrema minoría pretende ahora auto-adjudicarse la potestad de definir cuáles son los derechos fundamentales de la humanidad, ocluyendo y excluyendo a la mitad sexual de la especie, y a la inmensa mayoría de la especie que no compartía los atributos étnico-raciales culturales, económicos, políticos y filosóficos del “modo de ser” del Hombre, respecto del cual se declaraban sus derechos. Que no es cualquier hombre, sino el hombre blanco, “civilizado”; “varón”, pero no cualquier tipo de varón, sino ese que se afirma en la masculinidad patriarcal que se distingue por el lugar de dominio y se auto-afirma en el ejercicio de la violencia. El varón blanco que se dice y se posiciona ante el mundo como “dueño”, como propietario; “ilustrado” y también “cristiano”, que tomó la cristiandad como una religión de guerra, y como un credo justificatorio, legitimador, de la guerra.
No hay cómo pasar por alto que esta “primera declaración de los derechos del Hombre” acontece en pleno auge del colonialismo; de naturalización y apogeo del comercio de carne humana viva traficada como fuerza de trabajo esclava; de imposición y extensión de un régimen oligárquico de apropiación y explotación diferencial de las energías vitales de la Tierra. Esa idea de “derechos humanos” se hace, entonces, en un momento de consolidación de las conquistas modernas. Esas conquistas no son de “derechos”, sino de tierras y cuerpos objetualizados. La tierra toda pasa a ser pensada como objeto de conquista y explotación. Continentes enteros con sus respectivas poblaciones originarias pasan a ser tratados como colonias, es decir, reducidos a zonas de saqueo y sacrificio para el abastecimiento de los privilegios imperiales que se afirman como el anverso necesario de ese intercambio desigual.
Civilización y progreso como sinónimos de colonialismo y racismo
Como contracara a la instauración del «Hombre» como único titular de derechos, la Tierra es drásticamente devaluada y despojada de su atributo principal: el de ser un planeta viviente, para ser sólo concebida como mero objeto de conocimiento, objeto de explotación. Y esto no fue sólo ni principalmente de una operación mental (el pasaje de una cosmovisión orgánica y viva de la naturaleza, a la concepción mecanicista y muerta que instaura la primitiva ciencia moderna), sino que se trató de una transformación práctico-material, económica y militar, a través de la cual la tierra pasó a ser arrasada en su sociobiodiversidad, para ser luego “ocupada” y explotada “racionalmente” como “medio de producción”.
Ese proceso de conquista moderna se materializa así, por la doble vía de la imposición de un patrón racista y patrimonialista de regímenes de trabajo forzado sobre la inmensa mayoría de seres humanos despojados de sus tierras. Y, por otro lado, por la imposición de un patrón de racionalización del mundo, por medio del cual todos los seres vivos pasan a ser concebidos, tratados y producidos como meros “recursos” mercantilizables, solo valorados como materias primas para procesos industriales, o como mercancías en sí; desde la plata y el oro, a la caña de azúcar y el algodón, las aguas, la tierra, los bosques y las montañas; todo; toda la biodiversidad.
Pues bien, el hecho es que la noción occidental de “derechos del Hombre” emerge como punto culminante de un proceso de ocupación colonial del mundo. Y esto no es mera casualidad o coincidencia fortuita. La concepción moderna de los Derechos del Hombre hace parte de todo ese proceso de reconfiguración / mercantilización del mundo de la vida toda, en nombre de la “Civilización” y el “Progreso”. Esta noción de “Derechos del Hombre” es una pieza clave de la consagración y legitimación de la conquistualidad moderna; de la imposición del valor de cambio, el precio de mercado, como lenguaje universal de valor de la vida toda; de toda vida.
En ese marco, las revoluciones políticas del siglo XVIII evocan la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad sólo como aspiraciones blancas, como drásticamente lo muestra el aplastamiento sangriento de la revolución haitiana de 1808. El liberalismo es, histórica y políticamente, ideológica y materialmente, un constructo emergente del colonialismo. Los derechos políticos y humanos que consagra son los derechos del usurpador; del conquistador.
Así, por tanto, desde su propio origen histórico, el extractivismo es el anverso colonial de los “Derechos del Hombre”. La facticidad de la usurpación; el despojo territorial y el desplazamiento poblacional como hechos consumados; la explotación de seres y procesos vivos para la extracción de mercancías a ser valorizadas en el mercado mundial, ese el marco histórico-estructural, la materialidad de las prácticas sobre las que se erigen y producen las ideas, las normas, los valores y las aspiraciones del liberalismo. No hay cómo redimir esto.
Foto: Nicolás Pousthomis
Una matriz contraindicada para la reproducción de la vida
El problema fundamental de la noción occidental de derechos humanos no es sólo un problema de “exclusión”; sino que se trata de un problema radical, ontológico de su matriz de concepción y producción del mundo. No se trata sólo de la inmensa mayoría y la vasta diversidad sexo-genérica y sociocultural de modos humanos de ser y existir que quedan por afuera del patrón blanco, heteropatriarcal-patrimonialista del molde de “Hombre” pensado y consagrado por sus fundadores. El problema no es sólo el colonialismo, ni el patriarcado; el problema es el nuevo patrón de poder en su conjunto, como matriz integral de relacionamiento que se supone y se impone como modo de existencia único, superior, legítimo, universal.
Esa matriz de relacionamiento se construyó sobre presupuestos y principios que van a contra-corriente de los requerimientos más elementales de producción social de la vida en la Tierra y de la Tierra. Supone una concepción del mundo que contradice absolutamente el proceso histórico-material de conformación, emergencia y devenir de la materia viva terrestre y de co-evolución de los ecosistemas y el conjunto integral de las comunidades bióticas que habitaron y habitan la Tierra.
La noción occidental de derechos del Hombre se construye sobre una ontología y una antropología completamente extra-terrestre. Piensa el mundo no a partir de sus orígenes y de la totalidad en la que éste emerge, y de la comunidad de vida, la trama compleja de relaciones sociales, materiales, hidrominero-energéticas, transgeneracionales y transespecies que conforman, contienen y sostienen la vida de cada ser vivo, de todo ser vivo, humanos y no humanos. Sino que lo piensa y lo concibe a partir del Hombre como un supuesto ser no-natural; una entidad superior que estaría por afuera y por encima del mundo natural.
No es el cosmos el punto de partida para concebir la realidad, sino el ser humano. No es la sociedad el punto de partida para comprender al ser humano, sino el Individuo. La ontología política de “Occidente” toma como base y punto de partida para concebir la realidad al individuo; el individuo así planteado como una entidad absoluta, pre-existente a todo y, presuntamente por encima de todo; valor político supremo. Esta noción de Individuo absoluto es la forma jurídico-política por excelencia del nuevo patrón de poder colonial-moderno; es lo que sienta la base para pensar todo Derecho.
En esta concepción, solo los individuos “humanos” (ya sabemos qué significa esto) son titulares de derechos; poseedores de derechos. Y el derecho supremo, el principal derecho que es el pilar fundamental de todos los demás derechos, es el derecho de propiedad. Los derechos son algo que posee un individuo; y esos derechos son derechos a poseer, a tener una serie de derechos/posesiones. A partir de individuos, absolutos, titulares de derechos, se establece el derecho a la libertad de con-trato. Y el contrato es la base y el cemento de la sociedad.
El contrato es una fórmula instrumental, utilitaria, por el cual los individuos “convienen” un cierto intercambio, una compra-venta, una ob-ligación que es del interés particular exclusivo de cada uno de los contratantes; y esa obligación contractual es ley para las partes. El Estado, como aparato jurídico-político-militar, es la creación que asume el monopolio de la violencia como herramienta suprema para asegurar los derechos del Hombre; es decir, para preservar y resguardar la propiedad privada y hacer respetar los contratos entre las partes. Esa es la cuadrícula estructural, la ecuación jurídico-política que contiene la noción colonial-moderna de “derechos humanos”: individuo, propiedad, contrato y Estado.
El problema principal de esta fórmula es que la forma “Individuo” desconoce la vincularidad y biodiversidad constitutiva de nuestra existencia orgánica-corporal-espiritual. Un individuo ab-soluto, se cree prescindente del mundo-de-la-vida. Absoluto quiere decir eso: suelto, desprovisto de la vincularidad, de las relaciones de interdependencia, de mutualidad, de cooperación, que nos hacen Ser Con Otros, ser Seres ConVivientes. Instituye la creencia de que la vida es un atributo de un individuo; y sobre esa falsa creencia consagra la homologación (confusión, fusión) entre Derecho y Propiedad. Se piensa el Derecho como Propiedad y la Propiedad como el primero y más fundamental de todos los Derechos.
La Conquista y la propiedad privada
La realidad es que no somos individuos absolutos. Somos seres co-existentes. No somos individuos vivos; somos seres Con-vivientes. Vivimos con otros, entre otros, por y a través de otros. La vida es una emergencia de la relacionalidad. Vivir es estar integrado en una densa red histórico-material de relaciones de interdependencia, de mutualidad y de cooperación gracias a la cual podemos ser; ser-con. La vida es una emergencia de procesos comunitarios que involucra a bacterias, hongos, minerales, flujos hidro-energéticos, plantas y animales. Es esta man-comunidad interactuante la gran entidad gestora, co-productora de la Biósfera.
Si somos seres vivos es porque estamos abiertos materialmente a la posibilidad de recibir la vida como un don que se nos regala: ya, en la forma de los cuidados de la madre; ya de la colonia de bacterias que hacen la digestión y que nos ayudan a tomar la energía que viene del sol y que es transformada por la fotosíntesis que realizan las plantas y que, a partir de allí, como una energía química, pasa a animar el mundo de La Vida en La Tierra. La Tierra como un espacio de Vida, como una Entidad Viviente, es, en realidad, una gran Comunidad de Comunidades de Vivientes.
Entonces, el individuo absoluto es la muerte. Cuando nosotros estamos solos, cuando creemos que podemos valernos solos, estamos cortando los vínculos que hacen a la vitalidad nuestra, ahí estamos muertos. Creer que podemos vivir solos es una forma de muerte. Porque no entendemos absolutamente de qué va la vida. Por eso no podemos responder por el sentido de la vida.
El segundo problema de esta noción de derechos radica en la forma “propiedad”; en la idea de derechos como lo que un individuo “posee” y como lo que da derecho a poseer. La “propiedad” implica una forma de relación muy precaria, elemental, absolutamente vertical y jerárquica. Es el tipo de relación que se establece entre un Sujeto supremo, incuestionable, absoluto, como dijimos, y un objeto, totalmente desprovisto de toda significación y valor que no sea aquella que el sujeto le da. Así sea que estemos hablando de las aguas, así sea que estemos hablando del suelo, de la Madre Tierra, del Sol, del aire, de todo aquello que nos anima y hace que seamos seres vivos, todo —desde esta perspectiva— pasa a ser concebido y tratado como mero objeto.
Y la realidad es que las relaciones en el mundo de la vida son mucho más complejas. No hay individuos absolutos, ni jerarquías pre-establecidas; ni siquiera hay especies que puedan auto-sustentarse. La institución de la propiedad rompe la circularidad de la materia en movimiento; rompe la comunalidad de la vida. Por otra parte, la invención y consagración del “individuo” como el supremo fundamento de los valores políticos y la subsiguiente identificación entre “Derecho” y “Propiedad” ocluye los orígenes histórico-políticos de la “institución de la propiedad privada”. Limpia “el lodo y la sangre” con la que fue impuesta. Ocluye las prácticas del despojo, la violencia expropiatoria que crearon e impusieron las relaciones de propiedad.
La noción de propiedad legitima e institucionaliza la práctica de la conquista. Y la propiedad como derecho, consagra el derecho a la conquista como forma de relacionamiento con el mundo, entre humanos y entre humanos y no humanos. La conquista, como forma completamente nueva y extraña de construir el mundo y de habitar la tierra, tiene evidentemente sus orígenes en 1492.
La entidad “América”, como la primera entidad geosocial de la modernidad, es el tiempo-espacio de la conquista originaria y el punto de partida de la forma conquistual. En sus raíces, la noción moderna de derechos está históricamente ligada a la justificación de los derechos del conquistador y a la consagración del conquistador como el prototipo de lo humano.
Foto: Subcoop
Pensar el ser humano como conquistador del mundo; pensar la Tierra como objeto de conquista. Pensar la vida como una carrera infinita de conquistas sucesivas; el progreso como un modo de vida ligado a un proceso presuntamente infinito de explotación y consumo de “recursos”. Todo esto configura una matriz de relacionamiento radicalmente errada e inapropiada para el mantenimiento y la preservación, no ya de la noción de Justicia, sino de la vida misma, como propiedad y atributo emergente de la inter-relacionalidad de comunidades bióticas, elementos y procesos biogeoquímicos terrestres.
En términos ecológicos y políticos es que esa idea de mundo, creado a imagen y semejanza del poder conquistual, es lo que nos está sofocando. Ya no hay más tierra que conquistar. Por eso, los conquistadores del siglo XXI, a diferencia de los del siglo XVI, están pensando en la conquista de otros planetas y de otras galaxias. La Tierra quedó chica para semejante voracidad conquistual. Esa idea de derechos, de progreso, de civilización, es lo que está asfixiando la vitalidad de la Tierra. Es eso lo que nos lleva a la necesidad de recrear radicalmente la noción de derechos y la base ontológico-política sobre la que se ha edificado y pretendido legitimar la idea occidental, colonial moderna, de derechos humanos.
Recuperar la Tierra: las resistencias anti-extractivistas y nuevos horizontes de derecho
La lucha de Esquel ha significado la irrupción de un proceso político de recuperación de la Tierra. El “No a la Mina” fue un grito de rescate del cerro; fue una comunidad humana que fue en auxilio de toda una cuenca hídrica. Esa comunidad no pre-existía; se creó a sí misma a medida que fue abrazándose al cerro; a medida que fue sintiéndose parte de de toda la comunidad biótica que vive gracias a las aguas que bajan de sus altas cumbres. Ese “No a la Mina” ha significado de hecho hacer respetar el derecho del río, de la montaña, de toda la comunidad hídrica de seres con-vivientes que brota y se nutre de las aguas del Arroyo Esquel.
En el camino, de Bariloche a Esquel, con las compañía de Marta y Alejandro de la organización Piuké, veíamos y conversábamos sobre los territorios recuperados por parte de comunidades del Pueblo Mapuche. A lo largo y a lo ancho de toda Abya Yala, de toda Nuestra América, están resurgiendo procesos similares, distintos pero convergentes, de lucha por la retomada de la Tierra. Procesos de demarcación de territorios comunitarios indígenas, quilombolas, de comunidades campesinas y llamadas “tradicionales” en general. Procesos también donde comunidades emergentes de procesos de resistencia a proyectos extractivistas cobran conciencia territorial y se organizan y lucha para detener los desmontes, para desnaturalizar la violencia de la mega-minería, del fracking, para pedir que “paren de fumigar” o exigir “dejar el crudo bajo suelo”.
Todas y cada una de estas luchas son experiencias políticas que van en la dirección de recuperar la Tierra. La recuperación de los territorios —como espacios de vida— es un proceso que es clave y fundamental para recrear la noción de derechos humanos.
Recuperar el territorio no es sólo ni principalmente retomar algo que había sido robado, sino que se trata fundamentalmente de un proceso mucho más complejo, que consiste en reparar algo que ha sido dañado. No es volver a tener la propiedad de algo que había sido robado, sino que es cambiar la matriz de la forma en que nos relacionamos con eso que ha sido expropiado; y no solamente expropiado, sino dañado, destruido, arrasado. Recuperar no es retomar la posesión y cambiar el sujeto poseedor, sino que es desarmar esa relación, esa matriz de apropiación que piensa lo otro —con vida— como objeto de expropiación y de conquista.
En definitiva, recuperar el territorio es recrear la trama de vincularidades, los flujos, las interconexiones, las interdependencias que hacen a los procesos de vida humana, y más que humana, aquí en la Tierra. Cuando las hermanas y los hermanos indígenas dicen «vamos a recuperar el territorio», no solamente están diciendo vamos a tomar la posesión de esto, sino que nos están queriendo enseñar otra forma de relacionarnos entre nosotros y con todos los seres vivos que con-forman nuestras condiciones de (co)existencia. Recuperar es una forma de producir un espacio habitado; de crear habitabilidad, es decir, también, convivencialidad. Porque sin condiciones mínimas de convivencia, no hay habitabilidad posible.
En ese sentido, recuperar es lo contrario de “hacerse propietario”. La recuperación tiene que ver con la pertenencia, no con la “propiedad”. Recuperar el territorio es recuperarse: saber-se y sentirse parte-de una comunidad de vida. Recuperar no tiene que ver con “anteponer o imponer un derecho”, sino con responder a las ob-ligaciones de con-vivencia mutua. Recuperar es la antítesis a todo “derecho de posesión” y de “explotación”. La pertenencia supone respeto y cuidado. Su objetivo no es la rentabilidad, sino la habitabilidad que es, por excelencia, una propiedad-común. Producir habitabilidad no requiere explotar, sino detener toda relación de explotación. Supone mudar de un patrón de relaciones de explotación hacia una matriz de relaciones de cuidado, crianza, cultivo. Ser y sabernos parte de una vida-en-común.
Como especie, los seres humanos hemos prosperado y nos hemos viabilizado a través del arduo y complejo proceso de aprendizaje de tareas de cuidado mutuo y crianza recíproca. El proceso de hominización ha sido fundamentalmente un proceso de aprendizaje en las complejas artes del cuidado. Como individuos y como especie, somos hijas e hijos de las mujeres; son ellas las que han realizado principalmente ese gran proceso. Maternar ha sido un acontecimiento y un proceso eminentemente y profundamente político. Porque es a partir de esas prácticas que la especie ha adquirido una extraordinaria sensibilidad y capacidad para sostener la vida en su forma más frágil (porque no hay vida más frágil que la de una criatura humana recién nacida). Cada recién nacido, cada vida humana, para prosperar y subsistir, ha necesitado una extraordinaria inversión en cuidados amorosos, en energía física, intelectual y emocional que ha estado atenta a sus necesidades y requerimientos vitales. Criarnos en reciprocidad y mutualidad nos ha hominizado. Cuidarnos es lo que nos humaniza. Nos hace humus: partes ontológicamente emergentes y sobrevinientes de la Madre Tierra.
Recuperar la Tierra es recuperar-nos en cuanto conciencia de especie; consciencia de comunidad. Retomar la Tierra, es retomar nuestro proceso de hominización/humanización que ha sido roto, quebrantado y desviado por el proceso letal de la conquistualidad. Entonces, recuperar la tierra es disolver la matriz de la conquistualidad y sustituir las relaciones de propiedad por vínculos de pertenencia. Tomar consciencia de pertenencia es clave para nuestra sobrevivencia. Sentir-nos parte de la vida terráquea; saber-nos hijas e hijos de la Madre-Tierra para poder reconocer-nos y reconstruir los vínculos de con-fraternidad. Re-conocer la vida como una creación colectiva, transgeneracional, multiespecies, transespecies.
En la medida que cada lucha anti-extractivista busca impugnar el derecho de propiedad/conquistualidad y anteponer el derecho fundamental de pertenencia, en esa medida están creando un nuevo horizonte para reimaginar y recrear radicalmente la noción de Derechos Humanos, la noción de Justicia. Están refundando y reafirmando la noción más radical de democracia: el derecho de un pueblo a la autodeterminación; del derecho de una comunidad de vida a decidir libremente sobre sus medios, condiciones y modos de existencia: su territorio-propio; su lugar de pertenencia.
Foto: Télam
Del gran renunciamiento progresista al gobierno de los conquistadores
Javier Milei es el gobierno más emblemático y representativo de la democracia que tenemos: la democracia de la derrota. El extractivismo no sólo es la falla de origen de la idea de democracia, sino, aún antes, la condición de im-posibilidad de la Res-pública. El extractivismo instituye el privilegio oligárquico; consagra la política expropiatoria como derecho (de unos pocos). En estos cuarenta años de “recuperación” de la democracia, la democracia realmente existente ha sido impotente para la recuperación de la soberanía territorial.
Del Consenso de Washington al Consenso de Beijing, de Alfonsín a Menem, y de Menem a Milei, pasando por sucesivos ciclos de auge y declive de los commodities, Argentina se ha convertido no en una “república bananera” sino en una colonia básicamente sojera y complementariamente minera e hidrocarburífera. De Martínez de Hoz a Caputo, pasando por Cavallo y demás “súper-ministros”, la entrega territorial, la fuga serial y el endeudamiento cíclico exponencial nos han sumido cada vez más profundamente en un círculo vicioso de expropiación y explotación territorial, concentración de riqueza y agudización del empobrecimiento estructural.
A través de los ciclos neoconservadores y neodesarrollistas, mediante la intensificación de la “grieta” como estrategia funcional a la reproducción de las partes en disputa, el extractivismo se ha normalizado como política de Estado. Como la corrupción, es el sello absolutamente transversal a todos los gobiernos y espacios de poder en “disputa”. Lo que fue el programa de gobierno de élites autoritarias y racistas, ha pasado también a ser asumido como eje estructurador de las políticas progresistas y el pilar innegociable de toda política estatal. Desde la Ley de Inversiones Extranjeras de la dictadura, a las privatizaciones de Menem, y al Régimen de Incentivos a Grandes Inversiones de Milei.
Sin políticas alternativas al extractivismo, las fuerzas progresistas carecen por completo de proyecto político transformador. La aceleración extractivista que vemos en las últimas décadas expresan el renunciamiento y la resignación de los partidos gubernamentales a cualquier proyecto de transformación social. La democracia se asfixia en esta «Era del Gran Renunciamiento». Las fuerzas políticas que se autoadjudican la representación de los intereses populares han renunciado por completo a disputar el poder cada vez más concentrado y extra-territorializado de las élites internas y externas.
En lugar de denunciar el orden liberal, colonial-liberal, los progresismos compiten por mostrarse como la alternativa de gobernanza “más confiable”, “más razonable”. Y la defraudación alimenta las fuerzas más reaccionarias e irracionales. El statu quo se impone ahora bajo la figura de la motosierra que “quiere acabar con todo”. Mientras que es la idea y la forma misma de la gobernabilidad lo que está en crisis, las “alternativas” progresistas compiten por presentarse como “garantías” de una gobernabilidad que ya nadie quiere; que está sofocando las reglas más elementales de la convivencialidad. Los programas de gobierno de los progresismos se asientan sobre un oxímoron: prometen democracia en medio de mayor concentración; “ampliar derechos” a través de más extractivismo; gestionar la conflictividad a través de una “redistribución de ingresos” asentada en la expropiación territorial.
No casualmente, Milei remite canónicamente su modelo al siglo XIX; adopta como ley las “Bases”. Milei se referencia en Alberdi, pero su política emula a Roca. Aquellas “Bases”, son las bases coloniales de un país que lleva el nombre del primero ciclo del despojo, la plata. Las Bases de un país que se estructuró a partir del ecogenocidio apropiador y concentrador de tierras; que avanzó construyendo su idea de nación blanca arrasando territorialidades vivas socio-biodiversas. El blanqueamiento es la política: blanqueamiento de poblaciones en el siglo XIX; blanqueamiento de capitales en el siglo XXI. Saqueo, destrucción y fuga. Una continuidad histórico-estructural que habla de las im-potencias de origen de un proyecto de país que nunca a renunciado a ser una economía colonial librada a las “fuerzas del mercado”. Hoy es la realidad de la soja y Vaca Muerta, la “ilusión” del litio, lo que en el siglo XIX fueran las políticas de los saladeros, del cuero, el tasajo, la lana, los granos, los frigoríficos… Milei es fiel representante de la democracia de la derrota. La violencia de su discurso es una tenue expresión de la violencia conquistual que su gobierno exacerba y profundiza. Su grito de libertad, es la libertad de los conquistadores. Libertad de conquista; libertad de explotación.
* Ecología Política del Sur (IRES, Conicet-UNCA).
Publicación original: Agencia de Noticias Tierra Viva