De no conocer ni afrontar las relaciones e intereses internacionales que afectan el manejo político y económico de proyectos mineros y agrarios de orden nacional, estaríamos desconociendo algunas de las variables más importantes de la política pública. Sin tener en cuenta tan cruciales aspectos resulta sospechosamente optimista suponer que la acertada, aunque minimalista, iniciativa del actual Ministro de Agricultura se conciba bajo el esquema de reforma agraria.

 

Fuente: Portafolio
18/09/2010. Sin embargo, aunque deseable y urgente, tal política no resulta suficiente. Y a pesar de esperar el saboteo por parte de los sectores más mezquinos de la clase política y de grandes terratenientes, es probable que tan oportuna iniciativa del Gobierno tenga otros potenciales enemigos. De no conocer ni afrontar las relaciones e intereses internacionales que afectan el manejo político y económico de proyectos mineros y agrarios de orden nacional, estaríamos desconociendo algunas de las variables más importantes de la política pública. Sin tener en cuenta tan cruciales aspectos resulta sospechosamente optimista suponer que la acertada, aunque minimalista, iniciativa del actual Ministro de Agricultura se conciba bajo el esquema de reforma agraria.

El tema de la tierra en siglo XXI

La tierra en el siglo XXI es un derecho de propiedad tan complejo que se dificulta su delimitación y, en consecuencia, su protección. Son cada vez más anacrónicos -aunque infames y justamente abominados- los cercos en alambre de púa y los muros en ladrillo o concreto para resguardar y proteger un territorio. Seguramente fueron y son útiles para delimitar y proteger (crear barreras a la entrada) la superficie habitable, transitable y cultivable. No obstante, su uso para asegurar la protección de recursos naturales y energías que se ubican desde el cénit de la atmósfera hasta el nadir del subsuelo, resulta discutible.

Hace tres siglos, cuando apenas despegaba la infatigable revolución industrial, se podía afirmar que la tierra era una despensa limitada al suministro de alimentos (en parte, para abastecer la canasta de bienes de los trabajadores y del resto de sectores urbanos) y de algunas materias primas.

En nuestra época la tierra es un recurso más complejo, intensamente explotado y sujeto a una descarnada competencia, pues la corteza cultivable es apenas un delgado segmento que compite con las energías que se pueden extraer del subsuelo y con los sofisticados usos del aire y la atmósfera.Así, la tierra y quienes la habitamos, distinguimos importantes transformaciones en su interior. Una de ellas, ligada a los efectos del colosal crecimiento económico acumulado en los últimos cinco siglos y, en especial, en los últimos 60 años. Es evidente que las fronteras internacionales son cada vez más frágiles y porosas ante las nuevas realidades.

Las prioridades de los inversionistas
Dentro de las grandes prioridades de los inversionistas -buscadores per se de ganancias y proyectos rentables- no está alguna motivación bondadosa o función social de la propiedad orientada a producir y ofrecer bienes de consumo de primera necesidad. Los historiadores y cronistas han mostrado que en coyunturas de abundancia, los productores de alimentos (y otros bienes perecederos) prefieren destruir la producción antes que vender por debajo del precio y reducir sus utilidades.
El contraste entre el progreso y el lujo en los polos más desarrollados del planeta, con el infierno de escasez, hambre, enfermedad y humillación que sufren más de tres mil millones de seres humanos, constituye una evidencia contundente para mostrar el verdadero carácter de los grandes inversionistas.

Los crecientes usos de la tierra para biocombustibles que alimentan máquinas y autos, y la inclemente inundación de áreas cultivables para generar colosales proyectos hidroeléctricos son evidencia empírica adicional para poner al descubierto tan infortunada estructura económica.

¿Nuestra tierra colombiana?

Colombia no escapa a la realidad de la globalización, menos aún a la creciente mercantilización de todos los recursos. El margen de maniobra (autonomía e independencia) para tomar las decisiones más acertadas en materia de asignación de recursos, prioridades de inversión, políticas de redistribución de la tierra y de otras formas de riqueza, entre otros, depende de las estrategias de poderosos actores internacionales.

La tierra, presuntamente colombiana, gústenos o no, es objeto de intereses claramente limitados a la cada vez más anacrónica idea de las prioridades del ‘Estado-nación’. Hoy, la presencia directa o indirecta de poderosos Estados y empresas transnacionales en el uso de los variados y claramente reconocidos recursos de la tierra es más influyente que nunca.

Somos testigos de singulares contrastes. En ocho años de uribismo se acentuó un modelo de violenta desaparición del campesinado -supuestamente sucio, improductivo y premoder- no- y de gran acogida a los megaproyectos agroindustriales -presumiblemente productivos y benéficos- abogado por el anterior ministro de agricultura, Andrés Felipe Arias.
El gobierno de Santos abre el telón con una esperanza: la tentativa de una tímida reforma agraria anunciada por el actual ministro de agricultura, Juan Camilo Restrepo. No obstante, se ha anunciado marcada continuidad en lo concerniente a la promoción e incremento sustantivo de megaproyectos no sólo agroindustriales, sino también en los campos de la minería y la creación de hidroeléctricas. Se puede hacer referencia al progreso cuando se habla de devolver tierras a campesinos injustamente despojados y desterrados; no obstante, es dudoso hablar del mismo cuando, por otra parte, porciones significativas del subsuelo colombiano (supuestamente público) se ofrecen en concesión a poderosos intereses privados.

La bienintencionada política de devolver algunos millones de hectáreas a unos 3 millones de víctimas del desplazamiento forzado reciente, es apenas una tímida, aunque deseable, política de justicia restaurativa. Por cierto, para este efecto el gobierno del presidente Santos en principio acoge la cifra de 2 millones de hectáreas, cercana al cálculo, un tanto conservador, de la economista Ana María Ibáñez y distante a la cifra de 5.5 millones de hectáreas que ha calculado el también economista Luis Jorge Garay.

Temas más delicados vinculados al asunto de la tierra -aquí apenas insinua- dos- son aquellos de la política antidrogas de Estados Unidos y de los poderosos intereses de exportadores de biocombustibles, energía eléctrica y recursos minerales estratégicos.

Desastres ecológicos como la eventual desaparición del Páramo de Santurbán para explotar oro; la inundación de tierras de vocación agrícola en Santander para implementar el proyecto energético Hidrosogamoso; la proliferación de megaproyectos de palma aceitera con el consiguiente destierro de negritudes, indígenas y campesinado pobre, son algunos de los cuestionables legados de anteriores administraciones.

Ante este panorama, aunque los desplazados retornen felizmente al campo (y la valiente iniciativa del actual ministro Restrepo vence a regresivos y oscuros intereses), tristemente la merecida felicidad de este sufrido segmento de la población podría ser efímera. El futuro será sombrío a menos que existan atrevidas e imaginativas políticas para ganar algo de soberanía nacional y sostenibilidad ambiental y, por lo mismo, afrontar creativamente las restricciones impuestas por actores internacionales. Sin oportunos frenos a las, hasta ahora, desenfrenadas tendencias al nuevo vasallaje ante poderes internacionales y transnacionales, será imposible incluso una mínima reforma agraria.
FREDDY CANTE Red de Relaciones Internacionales de Colombia – Redintercol.