Viaje a Naturaleza Viva, la granja que produce alimentos sanos, en gran cantidad y calidad, que llegan a veinte provincias y 10.000 familias. Sin transgénicos ni agrotóxicos, brinda trabajo, desarrollo local y confirman las ventajas del modelo campesino.
Por Darío Aranda
La mesa tiene alimentos en abundancia. Carne, arroz, ensalada, mandioca, queso, pan, jugo. Todo proviene de la tierra que se cultiva en la misma zona. Se trata de la Granja Naturaleza Viva, emprendimiento agroecológico con tres décadas de vida, referencia argentina de producción sana de alimentos (sin químicos ni transgénicos), que llega a la mesa de 10.000 familias y confirma la sustentabilidad del modelo campesino. “Producimos alimentos sanos para el pueblo, de calidad y sostenible en el tiempo”, afirma Irmina Kleiner.
Guadalupe Norte, en el extremo de Santa Fe (cerca de los límites con Corrientes y Chaco). A tres cuadras de la ruta 11, árboles frondosos y un cártel de madera y colores anuncia “Granja agroecológica Naturaleza Viva”. Una casa centenaria, cocina amplia y Remo Vénica sentado al lado de la cocina, pava y mate en mano. “Vivimos engañados durante años. Hasta que nos dimos cuenta que podíamos producir sin químicos, sin transgénicos, sin depender de las multinacionales”, explica con pasión, mientras ceba un mate.
La chacra tiene 220 hectáreas y trabajan quince familias (como referencia: en un campo de soja de 5000 hectáreas solo trabaja una persona). El campo está rodeado de transgénicos, pero ellos apostaron a otro modelo, diverso: tambo (leche, quesos, yogur), gallinas (proveedoras de huevos y, claro, carne), chanchos, ganadería para autoconsumo y venta, girasol (y aceite), trigo (y harina), soja orgánica, frutales (desde mandarina hasta banana), mandioca, lechuga, tomate, maíz y decenas de plantas que casi no se conocen en el mundo urbano, como el amaranto (una planta de entre 50 centímetros de alto a más de dos metros, donde el grano se utiliza como cereal y harinas, y las hojas verdes para sopas y ensaladas).
“Fue un proceso de prueba y error. Nos equivocamos mucho y también aprendimos”, afirma Irmina, sentada al otro lado de la mesa, mientras ofrece un pan casero y mermelada realizada por sus manos. Confiesa que ellos creyeron en la “revolución verde”, corriente de pensamiento impulsada en la década del 50, mediante la investigación corporativa de laboratorio, que prometía mayor producción y “acabar con el hambre del mundo (a fines de los ’80 comenzó la llamada “segunda revolución verde”, impulsada por las compañías de biotecnología, de transgénicos y agroquímicos)”.
También probaron, y erraron, cuando técnicos del INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria) y de la Secretaría de Agricultura llegaron con promesas de bienestar de la mano de la plantación de duraznos y, luego, de la cría de nutrias. En ambos casos, el resultado fue desastroso. Quedaron al borde la quiebra.
Dejaron de tomar como palabra santa los dichos de los técnicos, ingenieros agrónomos y veterinarios. Y reforzaron la ganadería, el tambo y la agricultura. “Nos decían que un tambo con pocas vacas no era rentable… los que se llenaron de vacas luego se fueron a la quiebra”, recuerda Remo, ex dirigente de las Ligas Agrarias en la década del ’70 (junto con Irmina, perseguidos por la dictadura cívico-militar y exiliados).
Irmina precisa que dos hechos clave fueron el no vender materia prima, sino alimentos (no girasol, sí aceite; no leche, sí quesos) y tejer redes de comercialización. Así evitaron intermediarios (que acaparan un alto porcentaje del precio de venta). Se sumaron, y también construyeron, espacios de comercialización. Un trabajo lento pero con resultados duraderos: envían sus cajas de productos a veinte provincias. A lo largo del año llegan a las mesas de 10.000 familias.
También realizan trueques. Un productor de Choele Choel (valle de Río Negro) trae bolsones de nueces y se lleva frutas, verduras, quesos. Lo propio con yerbateros de Misiones y viñateros de Cuyo.
Remo invita a una recorrida, junto a Claudio Ferrero (un joven pasante que aprende y trabaja durante la semana). Se interna en un corto sendero y muestra las casas hechas en barro, con techos “naturales” (nada de chapa o cemento, tierra y pasto). Son igual o más duraderas que las de ladrillos, mucho más económicas y más eficiente en energía (mantienen el calor en invierno, son frescas durante el verano).
Ya en la quinta, muestra decenas de plantas, de todo tipo. Amaranto, zapallos, maíz, mandioca, rosella (se hacen ricos jugos, nada que envidiar a los famosos sobres con polvo de color que se venden en los supermercados). Un vivero con cientos de plantines. “En esta chacra sembramos 20.000 árboles”, avisa Remo, y recuerda que era tierra empobrecida, sometida a décadas de agricultura extractiva, que empobreció suelos y demoró largos años en recuperar.
Muestra plantas experimentales de arroz (hace mejoramiento natural de semillas). De esa prueba y error logró una semilla muy productivo que compartió con un productor de Corrientes que no utiliza químicos. El primer año cosechó dos mil kilos. Fue aumentando la superficie. En 2015 logró 50.000 kilos, de mejor calidad de la que obtienen las grandes empresas del sector y, claro, también se comercializa en Naturaleza Viva.
Un breve paso por el gallinero. Hay un centenar de animales, docenas y docenas de huevos. También hay un gran piletón-reserva de agua, de 70 metros de largo por 30 de ancho, que ahora disfrutan los patos y es imprescindible en épocas de sequía. Caminar unos cien metros, y frutales. Decenas de árboles de mandarina y naranja, pruebas experimentales de moringa y bananas. Curiosidad (o no), cambio climático mediante: están funcionando muy bien cultivos que son de otras latitudes, más tropicales.
Muestra mandiocas, porotos, tomates. Y, en medio de la quinta, rosales de hasta dos metros de altura, flores blancas y amarillas.
Caminata de otra cuadra y el tambo de 82 vacas. Números: 350 litros de leche cada mañana, 25 quesos diarios (de casi tres kilos cada uno), diez kilos de dulce de leche. Los estantes de la sala frigorífica están semivacíos. “Hay una demanda impresionante, no damos abasto. Nos pone muy contentos que quienes compran una vez el queso seguro se hacen consumidores permanentes”, celebra Remo, mientras corta una rodaja y convida.
A un lateral del tambo, un enorme tanque de chapa, de unos cuatro metros de alto y cinco (o más) de diámetro. Es el biodigestor (un contenedor hermético en el que deposita el material orgánico a fermentar –excrementos de animales– y que produce gas y fertilizantes orgánicos). Provee de gas a toda la granja.
Irmina explica que producen un promedio de 12.000 kilos de alimentos por mes. Destaca que las “granjas integrales”, como denominan a Naturaleza Viva, pueden alimentar a toda la población argentina, aunque también reconoce que no cuentan con el apoyo de políticos ni de políticas de Estado.
“Es simple. Tierra sana, alimentos sanos, personas sanas. Alimentos industriales, con venenos, es igual a mala salud y necesidad de hospitales”, explica Irmina, y señala la necesidad de volver al modelo campesino de producción de alimentos. “Acá demostramos que se puede”, destaca.
Remo lamenta que las históricas cooperativas agropecuarias de los pueblos se hayan transformado en simples negocios de venta de agroquímicos de grandes compañías internacionales. “Son un ejemplo más de la dependencia de los productores y de la derrota de ese modelo”, afirma.
Última parte del recorrido, a veinte metros de la casa, un monte de cañas de bambú muy altas (de hasta seis metros). Un gran círculo, casi perfecto, y no se ve el sol. En el medio, cuatros largas mesas y bancos de madera. En un extremo, leña y lugar para parrilla. “Todos los domingos hacemos acá un asado a la estaca, siempre numeroso, para compartir lo que nos brinda la Pachamama”, explica Remo.
La carne, claro, también es de la Granja Naturaleza Viva.