La megaminería a cielo abierto, potenciada por la actual fiebre del oro, representa para México un venero de devastación socioambiental y debe ser urgentemente prohibida. Ello depende por completo de la sociedad civil, de nadie más.
Juan Carlos Ruiz Guadalajara *
Por cuarto año consecutivo diversos movimientos sociales lanzaron desde México la declaratoria del 22 de julio como Día mundial contra la minería a cielo abierto. Se trata de una iniciativa ciudadana que fue impulsada en 2009 por activistas mexicanos y canadienses, al calor de los triunfos jurídicos que en ese año el Frente Amplio Opositor a Minera San Xavier consolidó en la defensa del Valle de San Luis Potosí y en contra de la destrucción de Cerro de San Pedro, logros que fueron ignorados por la trasnacional canadiense New Gold y por todos los niveles de autoridad en nuestro país, principalmente el desastroso gobierno de Felipe Calderón.
El caso específico de New Gold-Minera San Xavier, con la destrucción ilegal de Cerro de San Pedro, ha mostrado las dimensiones reales del problema que enfrenta América Latina frente al nuevo modelo minero extractivista, el cual tiene en la potencial proliferación de proyectos de tajo a cielo abierto una de sus más peligrosas amenazas socioambientales.
Las bases del actual modelo se encuentran en la combinación de factores económicos, sociales y tecnológicos de naturaleza global que en las últimas décadas han impactado negativamente espacios locales y microregiones de todo el orbe. Desde los años 80 y siguiendo directrices de organismos mundiales (BM, FMI, BID), en muchos países latinoamericanos se instrumentaron reformas para privilegiar e incentivar la inversión extranjera directa en sectores antes reservados a la inversión nacional. Dichas reformas tuvieron entre sus objetivos facilitar la desincorporación estatal de diversos recursos, algunos estratégicos, y su conversión en lucrativos negocios para el capital internacional. Quedaron así en la mira de las trasnacionales extractivistas los yacimientos energéticos (petróleo y gas) y las reservas minerales que incluyen desde metales hasta tierras raras, muchas de ellas fundamentales para la industria militar estadunidense.
En México, la reforma salinista de 1992 al artículo 27 constitucional sentó las bases para la desintegración del principio de propiedad colectiva e inalienable de la tierra (el ejido), generando un “mercado de la tierra” con un impacto especialmente adverso y veloz sobre el vulnerable espacio social campesino. Salinas también se encargó de reformar la ley minera, dando carácter de utilidad pública a la exploración, explotación y beneficio de minerales, es decir, declarando el uso minero como preferente por sobre cualquier otro uso o aprovechamiento del suelo. A ello se agregó la reforma a la Ley de Inversiones, permitiendo la llegada al sector minero de empresas con cien por ciento de capital extranjero. Este conjunto de reformas generó increíbles facilidades para las empresas trasnacionales especializadas en la extracción de minerales, las cuales han clasificado a México como uno de los mejores destinos para invertir y lograr excesivas ganancias en breves periodos.
La liberalización económica del sector minero mexicano coincidió además con tres procesos globales: primero, el crecimiento inusitado en la demanda mundial de minerales por parte de países con economías desarrolladas o emergentes, con problemas de superpoblación y sociedades con altos patrones de consumo; segundo, el aumento sostenido en el precio del oro desde mediados de los años 90, fenómeno que ha provocado una nueva fiebre especulativa de oro ante las debilidades de la economía global y la necesidad de un “valor refugio”; tercero, la transformación de la tecnología de extracción y recuperación de minerales metálicos (principalmente oro, plata y cobre), con el objetivo de explotar mediante tajos a cielo abierto amplios territorios con presencia dispersa de minerales y remontar así la escasez de las reservas de alta concentración.
Lo anterior explica la reciente invasión que ha padecido el país por parte de trasnacionales mineras, proceso que Fox y Calderón publicitaron como el resurgimiento de la industria minera nacional, pero que en realidad ha significado la pérdida de soberanía y la transferencia de las reservas minerales no renovables del país hacia el extranjero a cambio de irreversibles daños socioambientales. Según datos oficiales, se encuentran en México 293 empresas mineras de capital extranjero (75 por ciento canadienses), las cuales acumulan 808 proyectos, 506 de los cuales están asociados a oro y plata. La mayoría de estos se encuentra en fase de exploración, sin embargo, de los poco más de 70 que están en producción, al menos 25 operan en zonas de mineral disperso y con megaminería a cielo abierto y lixiviación con cianuro para recuperación de oro y plata. De continuar la fiebre del oro, en cinco años se podría cuadruplicar en México la cantidad de gigantescos tajos a cielo abierto. No olvidemos que 30 por ciento del territorio nacional se encuentra ya concesionado a la minería principalmente metálica, y que en el subsuelo de diversas regiones del país existen recurrencias que van desde 1 hasta 0.2 gramos de oro por cada tonelada de roca.
Los avances de la megaminería hacen rentable, por ejemplo, la extracción de 3 metros cúbicos de oro en tan sólo 10 años de vida útil de una mina a cielo abierto, con saldo de miles de millones de metros cúbicos de agua contaminada; miles de hectáreas de territorio destruido; liberación de metales pesados; pérdida irreversible de biodiversidad y recursos culturales; comunidades enfrentadas y desplazadas; corrupción y violación de leyes nacionales; nulo desarrollo local y mínimos beneficios tributarios para el país, por mencionar sólo algunos impactos que provocan estas explotaciones pasajeras y que no se incluyen en los costos de producción del oro, pues las incalculables deudas ambientales se transfieren a las futuras generaciones de mexicanos (los dramáticos ejemplos de Cerro de San Pedro, Mazapil, Mulatos y Ocampo hablan por sí mismos). La megaminería a cielo abierto, potenciada por la actual fiebre del oro, representa para México un venero de devastación socioambiental y debe ser urgentemente prohibida. Ello depende por completo de la sociedad civil, de nadie más.
* Investigador de El Colegio de San Luis, AC.