No es fácil abordar el tema de la minería en un país como Colombia. Un lugar con determinantes geográficas y naturales especiales. Colombia es el segundo país más biodiverso del planeta y el primero por unidad de territorio. Ocupa el primer lugar en diversidad de especies de aves y de orquídeas; el segundo en plantas, anfibios, peces de agua dulce y mariposas; el tercero en reptiles y palmas; y el cuarto en mamíferos. Pero de este inventario tan maravilloso están más enterados los que vienen de fuera.

Esta diversidad también se refleja en la riqueza de culturas y ritmos, razas y colores, todos ellos construidos a partir del territorio que habitamos y que con el “boom” de la minería está en riesgo.

En la última década el gobierno nacional ha impulsado y estimulado el desarrollo minero en el país, promoviendo políticas de confianza inversionista con grandes beneficios económicos para las compañías mineras trasnacionales. Yo entiendo que el interés del gobierno es el crecimiento de la economía y la eliminación de la desigualdad y la pobreza.

Pero la minería indiscriminada no logrará este anhelo; por el contrario, arrasará con el territorio, el sustento y la familia de millones de colombianos.

Noticias como “se hizo un festín de títulos mineros; Según las fuentes oficiales, a finales de 2010 el gobierno había entregado cerca de 5 millones de hectáreas en concesión a las empresas mineras transnacionales, y están solicitadas otras tantas, más de las que se están destinando para la agricultura; a mayo de 2009 se había pedido para minería aproximadamente el 35% del territorio nacional; en 2010 había registrados títulos mineros en 122 mil hectáreas de páramos y en 51,5 millones de hectáreas de reservas forestales o, , sólo el 22% de las ganancias por la explotación de los recursos no renovables se queda en Colombia”, preocupan inmensamente a personas que, como yo, pensamos que nuestra riqueza natural es un patrimonio que debemos gestionar adecuadamente. Que allí se encuentra nuestro futuro económico, nuestra ventaja sobre el resto de países que ya acabaron o que nunca tuvieron el privilegio de nacer en un territorio tan rico.

El ex ministro Rudolf Hommes en su columna del 4 de agosto pasado titulada “¿es la minería una maldición?” plantea que las regiones pobres se podrían beneficiar si surgiera una minería organizada y dice que “En lugar de matar la gallina de los huevos de oro antes de que los haya puesto, como pretenden hacerlo algunos ambientalistas radicales, lo que se necesita es aprender a manejar y controlar esta posible bonanza minera, fortalecer o crear las instituciones para hacerlo bien y desligar la actividad minera del paramilitarismo y de otros grupos armados”.

En primer lugar es importante aclarar que la preocupación no es sólo de los “ambientalistas radicales”, también lo es de ambientalistas moderados y de campesinos, de afrodescendientes y de comunidades urbanas e indígenas, de estudiantes, de centros de estudio y de intelectuales, y de pequeños y medianos mineros y de agromineros, entre otros.

En segundo lugar, tiene razón cuando dice que se necesita aprender a manejar la bonanza minera, pero cómo? Con qué tiempo? Quién lo hará? … desafortunadamente nuestros dirigentes y funcionarios nos demuestran a diario su incapacidad para gobernar, legislar y controlar.

Prueba de ello es lo que ocurre a diario en el Chocó. En el 2009 tuve la oportunidad de ver de cerca la tragedia que vive la población de Paimadó a orillas del río Quito, a una hora y media en lancha desde Quibdó. Las dragas o “dragones del oro” pertenecientes a compañías extranjeras afectaron gran parte del río modificando su dinámica hidráulica a tal punto, que las nuevas corrientes ya se llevaron la primera hilera de casas de la población. Adicionalmente, la comunidad a lo largo del Río fue amedrentada por grupos de Guerrilla y Paramilitares que se fortalecieron con las “vacunas” que exigían a las compañías dueñas de las dragas.

 

Eran ellos quienes dominaban el territorio y garantizaban a los dragueros su permanencia allí. Dragueros que no sólo se dedicaron a destruir el río y el territorio de estas comunidades afrodescendientes, sino también a prostituir a algunas de las niñas de Paimadó, a promover el funcionamiento de negocios de juego y de bebida, y llevaron a las mujeres del pueblo – pues son ellas las que culturalmente se encargan de las labores del río: pesca y extracción de oro- a desplazarse a las grandes ciudades para emplearse en el servicio doméstico y a dejar a sus hijos encargados a sus abuelos. Afectaron al río, parte del pueblo, su economía, a la gente y las familias: afectaron su vida.

Sería mejor invertir todos estos esfuerzos en una política que entienda la poderosa ventaja en la que nos encontramos frente al resto del mundo, con la que podamos negociar en un futuro próximo oxígeno, que Colombia se convierta en un destino imprescindible para disfrutar del agua y de los páramos, de las aves y las orquídeas, de diversidad de especies, de culturas, de música, bailes y colores.

 

Entonces mejor preparémonos para recibir a los millones de turistas y visitantes que estarán ansiosos por descubrir y explorar un megadiverso país llamado Colombia.