Es evidente que aunque los habitantes del desparecido pueblo de Tabaco, corregimiento del municipio de Hato Nuevo, fueron reubicados en La Cruz, siguen temiendo la llegada de la máquina aplanadora que los desplace nuevamente, pues el proyecto minero que cambió sus vidas aún sigue en expansión, devorando pueblos enteros de la Guajira. Rogelio Ustate, un líder de Tabaco, nos invita este 9 de agosto a la Cruz, para conmemorar esos diez años de la desaparición del pueblo, allí realizarán un ritual y conjugarán la memoria, se encontrarán con otras comunidades del departamento y del país para compartir experiencias, para aprender sobre la exigibilidad de los derechos individuales y colectivos.
Víctimas de un desalojo forzoso
Rogelio Ustate recuerda cómo un 9 de agosto del año 2001, llegó Carolina Martínez Padilla al pueblo de Tabaco, la “juez de Barrancas”, procedente de San Juan del Cesar, para cumplir una diligencia judicial de entrega anticipada de los derechos de posesión y de mejora. También recuerda cómo Armando Pérez Araújo, el abogado de la comunidad de Tabaco, exigió a la juez el retiro de la maquinaria, mientras solicitaba a la policía y al ejército la requisa de algunos extraños que portaban armas, y que la comunidad reconoció como pertenecientes a la fuerza de la seguridad privada de la empresa norteamericana.
Ese día no valió el ruego de la comunidad pese a su manifiesta vulnerabilidad. La fuerza pública por el contrario los desalojó, actuando en favor de Carbocol – Intercor, la transnacional que estaba a cargo de las exploraciones y la posterior explotación de la mina del carbón en el proyecto Cerrejón. Sus cerca de setecientos habitantes vieron impotentes cómo una máquina aplanadora destruía sus casitas de bahareque, cómo desaparecía el pueblo en medio de la polvareda, y cómo se desvanecía la herencia de sus mayores ante sus ojos.
Antes de llegar la minería
El pueblo de Tabaco fue un fundado por esclavos cimarrones dedicados a la agricultura, la ganadería, la pesca y la caza. Así los recuerda Rogelio:
Nosotros vivíamos amamantándonos de la tierra, teníamos la seguridad alimentaria garantizada. Como en cualquier pueblo, en Tabaco había una escuela, una iglesia, un cementerio, y un puesto de salud. Era un pueblo tranquilo hasta 1997 cuando empezamos a recibir presiones de Carbocol ̶- Intercor, para que abandonáramos el pueblo, pues se encontraba en las áreas de expansión del complejo minero.
Los pobladores aseguran que nunca fueron consultados, y por el contrario la empresa siempre ha afirmado que la gente ya no vivía en el pueblo, sino en poblaciones vecinas como Albania, Hato Nuevo y Maicao.
Desde entonces fueron aislados de muchas formas, comprando las fincas aledañas y cercándolas; cerrándoles los caminos reales, incluyendo la principal vía que los comunicaba con Albania, su primer centro de intercambio, donde construyeron una laguna artificial.
Pronto se vieron rodeados por miembros de la seguridad privada y el temor creció entre la comunidad. Los vigilantes impusieron restricciones que impedían la tradicional caza nocturna y el ingreso a sus predios de laboreo. Por orden del municipio les fue cortada el agua y la electricidad, les retiraron plazas a los maestros, les fue desmantelado el centro de salud, les cerraron la oficina de Telecom, y hasta la iglesia católica destruyó unilateralmente parte del templo construido con recursos de la misma comunidad.
Frente a estas presiones algunos habitantes vendieron sus predios por sumas irrisorias estipuladas por los abogados compradores de la empresa (diez mil pesos por hectárea). En otros casos los mismos abogados se presentaban con órdenes de expropiación y ofrecían lo que querían a los dueños de las tierras. El dinero no les alcanzó para comprar ni siquiera una vivienda en otro lugar. Durante este período de presión encontraron asesinados a varios líderes de la comunidad sin que se supiese las causas. Estos crímenes todavía son motivo de investigación.
Un año después, en 2002, la comunidad entabló una tutela que la Corte falló en su favor, ordenando la reconstrucción del pueblo y toda su infraestructura. Es un logro “a medias” que les ha llevado a continuar la lucha por el restablecimiento de sus derechos individuales y colectivos y por un proceso de reparación integral justo y equitativo. Con el tiempo han adelantado denuncias y demandas en los países de origen de las empresas mineras.
Seguir siendo comunidad
Desde entonces fueron reubicados en el corregimiento de la Cruz en Hato Nuevo, y, pese a no tener esperanzas de retorno a sus territorios de origen, la comunidad se unió con más fuerza. No han dejado debilitar la comunidad aunque no tengan la tierra que les pertenece legítimamente. Su ejemplo de resistencia es bandera para las comunidades vecinas de Chancleta, Patilla, Roche, Orejanal, Tamaquito, Barrancón, las Casitas, Manantial, el Espinal, entre otras, porque tienen el mismo problema, pues algunas de éstas ya han desaparecido por la minería y otras están por desaparecer.
Para Rogelio, la respuesta a lo que significa la explotación del carbón es la muerte:
Los líderes recibimos amenazas constantes. Mi recomendación a todas las comunidades, pueblos y organizaciones que luchan en contra de la minería, es que es necesario unirse y organizarse, ya que las empresas siempre nos arrinconan y aíslan a los líderes, es un llamado a no dejarnos engañar por la llamada responsabilidad social, que es una mentira para sostener sus políticas. (…) Ellos tienen un gran poder para persuadir con dinero. Debemos articular estrategias en lo social, en lo político, y en lo jurídico como en lo cultural, y pensar en lo que ocurre más allá de la comunidad para extender los lazos de solidaridad al país y al mundo.
Hoy queremos denunciar algo insólito que tiene unas repercusiones irreversibles para el medio ambiente: la desviación del rio Rentería, por cerca de seis kilómetros para adelantar la minería.