El genocidio negado, el despojo de tierras y la lucha de las comunidades indígenas son los ejes de Argentina Originaria: genocidios, saqueos y resistencias, un libro del periodista Darío Aranda. La obra, que recopila investigaciones, crónicas y entrevistas publicadas en Página/12 y suma textos nuevos, otorga la voz a los pueblos originarios que interpelan a las industrias extractivas y gobiernos que pretenden sus territorios.
Por Darío Aranda
Campos de concentración.
Desaparecidos.
Torturas.
Asesinatos masivos.
Robo de niños.
Las cinco acciones fueron sistemáticamente ejecutadas por el imperio otomano, el nazismo y la última dictadura militar de Argentina. Los tres, a pesar de pertenecer a distintos momentos históricos, fueron reconocidos como genocidios. No se duda de esos crímenes de lesa humanidad.
A fines del siglo XIX el Estado argentino también creó campos de concentración, desapareció personas, torturó, asesinó y robó niños. Los pueblos indígenas estuvieron, como nunca antes en su historia, cerca del exterminio. Sin embargo, aún hoy, un gran sector de la sociedad argentina niega que haya sido un genocidio. La Argentina moderna está construida sobre esa negación, la madre de todas las represiones.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial se juzgó a los responsables máximos del nazismo (juicios de Nüremberg). En Argentina, en 1985, se realizó el juicio a los ex comandantes que integraron las tres primeras juntas militares de la última dictadura.
En la actualidad, tras resistir y anular las llamadas leyes de impunidad, en distintas ciudades del país están siendo juzgados y condenados los responsables militares y civiles de crímenes consumados durante la dictadura.
No hubo intención política de hacer algo similar hacia los crímenes de lesa humanidad cometidos contra los pueblos indígenas. “Nunca cayó el régimen que implementó las campañas militares de fines de siglo XIX y principios del XX que derrotaron la autonomía indígena, a fuerza de masacres, para consolidar al Estado nacional. Hay una continuidad hasta nuestro presente”, explica el historiador Walter Delrío, autor de Memorias de expropiación, sometimiento e incorporación indígena en la Patagonia (1872-1943).
Delrío es codirector de la Red de Estudios sobre Genocidio en la Política Indígena Argentina y profesor de la Universidad Nacional de Río Negro. En su producción académica brinda pruebas de cómo, luego de la conquista militar, el Estado construyó un discurso de negación de la realidad indígena del país, donde “el crisol de razas” negó lo originario. Detalla que la invisibilización fue una estrategia de dominación, que permitió el desarrollo de distintas prácticas genocidas, como el traslado masivo de personas, la separación de familias y la supresión de la identidad de menores, la utilización de prisioneros como mano de obra esclava y la reducción en campos de concentración.
Diana Lenton –doctora en antropología, especialista en temas de política indígena y codirectora de la Red de Estudios sobre Genocidio– llama “pecado original” al nacimiento de Argentina sobre un engranaje jurídico que negó los derechos de los pueblos indígenas y, además, ejecutó la muerte y desaparición de la población originaria. La conformación del Estado nacional, a fines del siglo XIX, coincidió con un tipo de discurso autoritario que luchaba por hegemonizar el cuerpo de discursos sobre la población.
Luego de la campaña militar al Sur sobrevino la avanzada sobre el Norte, también llamada Conquista del Desierto Verde. Las poblaciones indígenas eran sometidas, obligadas a ser mano de obra esclava en las plantaciones de caña de azúcar y en los algodonales. También se los obligó a incorporarse al Ejército. Los niños y mujeres fueron repartidos para el trabajo domiciliario.
La isla Martín García, ubicada en la confluencia de los ríos Uruguay y De la Plata, se transformó en un gran campo de concentración. En sólo un año, 1879, fueron apresados (y luego bautizados) 825 indígenas, según consta en un trabajo en desarrollo de los investigadores de la Universidad de Buenos Aires (UBA) Alexis Papazian y Mariano Nagy, que analizaron archivos de la Armada y el Arzobispado.
Los registros dan cuenta de 363 hombres, 132 mujeres y 330 niños.
Los investigadores explican que la población era más numerosa, sobre todo porque muchos prisioneros no figuran en los registros clericales de Martín García, ya sea porque habían sido bautizados con anterioridad o porque murieron antes de recibir la bendición del cura.
Papazian analizó los archivos oficiales que dan testimonio de lo sucedido en Martín García. No tiene dudas de que se trató de un campo de concentración que funcionó antes, durante y después de la Campaña del Desierto (desde 1872 hasta 1886), donde se practicó una rígida coerción sobre los cuerpos indígenas.
No hay cifras oficiales de la magnitud del campo de concentración. Papazian y Nagy son muy cautos en cuanto a números, sobre todo porque los registros son desordenados e imprecisos, dado que muchas veces no se contabilizaba a niños y mujeres. Sin embargo, y en base a pruebas documentales, los investigadores afirman que por la isla Martín García pasaron al menos 3000 personas, privadas de su libertad, sin derecho a defensa alguna y a las que se les negó todo derecho.
La isla no sólo recepcionó a habitantes originarios, sino que también funcionó como punto de reparto hacia todos los puntos cardinales del país.
El destino de los presos era diverso. Podían permanecer como detenidos, ser enviados a canteras, a estancias, o a formar filas del mismo ejército que los había atacado. Los documentos oficiales dan cuenta de que familias acomodadas de Buenos Aires pedían mujeres y niños para trabajar en las tareas hogareñas e incluso en el campo. “Fue claramente un mecanismo de control social enmarcado en un proceso mucho mayor: el del genocidio”, precisa Papazian, que también forma parte de la Red de Estudios sobre Genocidio. Explica que en 1890 ya no quedaban indígenas en Martín García. El destino no daba muchas opciones: Ejército o Marina, trabajo esclavo para empresarios, labores domésticas en casas de familias o la muerte.
La provincia de Mendoza también supo de campos de concentración y trabajo esclavo.
Diego Escolar investiga desde hace diez años lo sucedido con el Pueblo Huarpe y los prisioneros de las campañas militares. Investigador del Conicet en Mendoza y profesor de la Universidad Nacional de Cuyo, confirma que en la provincia se concentraron grandes contingentes de personas que fueron repartidas en estancias, en propiedades de los altos mandos militares y en las familias acomodadas de la región. Casi siempre pasaban a ser trabajadores esclavos, condición que padecieron hasta, al menos, la década de 1890.
En base a diarios de la época, partidas bautismales, memorias orales y entrevistas de principios del siglo XX se establece que, entre 1879 y 1886, fueron repartidos en Mendoza al menos 3000 indígenas. Escolar y su equipo de investigación –Leticia Sald y Carla Rigió– estiman que el número es mayor. Los lugares de detención ya comprobados fueron al menos seis, ubicados en los departamentos de Maipú, Malargüe, Santa Rosa, San Rafael, Rivadavia y en la capital provincial.
Junín de los Andes (Neuquén), Chinchinales y Valcheta (Río Negro), Carmen de Patagones (Buenos Aires) y el barrio de Retiro (Ciudad de Buenos Aires) también contaron con campos de concentración, como los seis de Mendoza y el de la isla Martín García. Allí eran confinadas familias enteras, sin diferencia de sexo y edad. Su mayor crimen era ser indígenas y habitar un territorio preciado.
El investigador del Conicet y director del Servicio de Huellas Digitales Genéticas de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la UBA, Daniel Corach, afirma que, en base a partes del Ejército, la avanzada militar del siglo XIX dejó una cantidad de víctimas estimada en un número inquietante: “30 mil desaparecidos”.
A 28 años del golpe de Estado de 1976, el gobierno nacional decidió que la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), uno de los mayores centros clandestinos de detención, pasara a manos de los organismos de derechos humanos, que erigieron allí un espacio para la memoria.
A 130 años del inicio de la Campaña del Desierto, los pueblos indígenas no tienen ningún espacio similar. Al contrario, el emblema principal de aquel avance militar, Julio Argentino Roca, cuenta con calles, escuelas y monumentos. Uno de ellos llega al colmo: en el centro de Bariloche, pleno territorio mapuche, una estatua de Roca se erige desafiante. Es imposible imaginar una estatua de Jorge Rafael Videla en Plaza de Mayo.
En 1994 se sancionó la Ley 24.411, que obliga al Estado a pagar a los familiares de los asesinados y desaparecidos una indemnización por cada víctima del terrorismo de Estado. Ninguna reparación económica se debatió jamás en ámbitos institucionales para las víctimas del genocidio indígena.
Tampoco, como en todo lo referido a pueblos originarios, existen datos oficiales sobre los asesinados y desaparecidos durante la Campaña del Desierto, pero algunas investigaciones dan idea de su magnitud: Diana Lenton señala que en 1883, a sólo cinco años de iniciada la avanzada militar, 20.000 prisioneros habían sido trasladados a Buenos Aires. Luego serán asesinados, desaparecidos o esclavizados.
El profesor de la Universidad de Buenos Aires Mariano Nagy, en base a Estado y cuestión indígena, de Enrique Mases, precisa que habitaban la Patagonia 25.000 indígenas. En el primer año de la Campaña del Desierto hubo 1300 indígenas muertos “en combate” y 13.000 prisioneros que pasaron a quedar bajo tutela del Estado.
En la actualidad, la sistemática violación de derechos humanos de pueblos indígenas no escandaliza a la opinión pública. Incluso es negada por un sector de intelectuales, comunicadores y referentes de opinión.
Las víctimas del genocidio no fueron sectores urbanos, ni clase media.
La negación tiene raíces étnicas y de clase social. Y, sin duda, económicas: los distintos modelos productivos del último siglo y medio –agroexportador, petrolero, forestal, minero– tuvieron y tienen como escenario gran parte de los ancestrales territorios indígenas.