Tan desigual es la lucha como tenaz la resistencia. De un lado, las corporaciones, el Estado y el silencio de los medios comerciales. Del otro, personas que no se resignan a ser expulsados de sus territorios ni a enfermar y morir envenenados. Y Darío Aranda, para narrar esas rebeldías y los daños colaterales del modelo.

Fuente: Revista Ajo

Empezó con el tema por casualidad. Un 12 de octubre, mientras cursaba el segundo año de Periodismo y quería escribir sobre los pueblos indígenas, apareció ante sus ojos un número telefónico de un dirigente mapuche de Chubut. No recuerda de dónde salió el contacto, en esa época ni siquiera tenía mail. Llamó y a los 15 días recibió un sobre papel madera con información; descubrió un mundo que no estaba hecho de piezas de museo, sino de luchas actuales. “Yo tenía una mirada ingenua, casi de Billiken, y me encontré con comunidades que cuestionaban al poder”, reconoce Dario Aranda.

Más tarde, mientras trabajaba para la revista Tercer Sector, recibió una invitación de Unilever, la transnacional anglo―holandesa que se mete en millones de hogares de todas las formas posibles: en los caldos Knorr y los desodorantes corporales Axe, Rexona e Impulse; en la mayonesa Hellmann´s y los blancos deslumbrantes de Ala y Skip; en los limpiadores Cyf y en los jugos Ades, por nombrar sólo algunas de las 400 marcas que le permiten alcanzar una facturación de mil millones de euros anuales.

Como toda gran corporación, Unilever tiene como mascarón de proa su política de Responsabilidad Social Empresaria, y de eso trataba la invitación que significaría una bisagra en la carrera de Darío Aranda. El monstruo de dos cabezas ―una en Londres y otra en Rotterdam― llevó un grupo de periodistas de Buenos Aires a una escuela rural de El Charco, un pueblo de Santiago del Estero. La empresa iba a donar los pisos cerámicos para las únicas dos habitaciones/aulas y necesitaba testigos de su buena acción.

Los maestros y algunos padres agradecieron la donación pero al mismo tiempo manifestaron que necesitaban otras cosas con mayor urgencia; agua potable, mejoras en los techos, un vehículo para ir a buscar a los chicos de zonas alejadas que no podían llegar a la escuela.

Sin embargo, los organizadores del evento no tenían oídos ni tiempo para eso, habían viajado con objetivos más precisos aquel día. Por ejemplo, poner a los alumnos las camisetas blancas de Unilever y fotografiarlos con los mocos colgando sobre sus labios curtidos.

El quiebre definitivo en la vida profesional de Darío Aranda ocurrió en 2003, cuando fue enviado por el diario Página 12 a Misión Nueva Pompeya, en el Impenetrable chaqueño.

Su nota se tituló El apartheid del impenetrable y mereció la doble página de la edición dominical del 20 de junio de 2004. Allí relataba la discriminación que sufrían los indígenas: “En la mesa de la carnicería hay dos carnes, una para blancos y otra, más negra, para los wichís. En el hospital se forman dos filas, una para blancos y criollos y otra para aborígenes. El Registro Civil no los inscribe con los nombres propios de la comunidad”.

A partir de ahí, se volcó de lleno a narrar la problemática de las comunidades originarias. En esa época, Página 12 no le daba mucho lugar al tema por considerarlo ajeno al interés del lector de un medio porteño.

Tierra arrasada

“¿Qué país nos deja el extractivismo ambiental? ¿Por qué ningún juez, empresario o político aceptó nunca el vaso de agua que le ofrecen los habitantes de los pueblos mineros cada vez que los visitan? ¿A qué se debe la aparición de enfermedades inéditas y desconocidas en el medio de la pampa húmeda? ¿Dónde viven las miles de personas desplazadas del campo y que las ciudades no cobijan? ¿Cuánto queda realmente en el país de esta ganancia extraordinaria?”, son algunos de los interrogantes que plantea Tierra Arrasada, el viaje a la Argentina profunda que propone su autor. Al país invisible. El que resiste a las corporaciones y a la represión, como el acampe de Malvinas Argentinas, Córdoba, donde los vecinos ―a través de la lucha― lograron frenar la planta de procesamiento de semillas transgénicas que estaba construyendo Monsanto.

―El libro lo trabajé con mucha crónica, con investigación, tratando de divulgar estos temas para que los lea cualquiera. No escribo para la academia, para los que conocen el tema, sino para un lector que pueda interesarse.

Después de haber publicado Argentina Originaria ―una investigación sobre el genocidio aborigen, el despojo de tierras, y las acciones directas de las comunidades para hacer valer sus derechos― ahora llega el turno de su segundo libro. Una lupa sobre el modelo extractivista: los territorios y poblaciones afectados por la explotación de los recursos naturales, la ocupación, los desalojos y la violencia. Para Darío Aranda, las vicisitudes que vivían (y aún viven) los pueblos originarios y los campesinos fueron un disparador para estudiar un modelo que tiene cuatro patas: agronegocios; monocultivo forestal (las pasteras); megaminería; actividad petrolera y fracking.

―Vaca Muerta se ha convertido en la gran promesa de prosperidad, incluso se la llama la nueva Dubai, ¿qué pudiste ver y palpar en Neuquén?

―Argentina ya tuvo un Vaca Muerta, fue Loma La Lata, hace 40 años; fue el mayor yacimiento de gas de Latinoamerica, hoy sólo queda pobreza y desocupación, pero nada del desarrollo ni el progreso que se prometió.

―¿La historia se repite?

―La historia se repite en Vaca Muerta, las comunidades, sobre todo el pueblo mapuche que es el que vive en el territorio y los pequeños productores, saben que nada de ese supuesto progreso va a llegarles a ellos.

―A través de medios alternativos y también por el seguimiento que hacen las comunidades mapuche, se han documentado varios derrames tóxicos, ¿hay peligro de contaminación en la zona?

―Vaca Muerta ya está contaminando, no es una cuestión a futuro como dicen (Miguel) Galuccio ―CEO de YPF― y los periodistas que defienden su discurso; sólo hace falta darse una vuelta por Loma Campana, ahí cerca de Añelo, a 80 kilómetros de la ciudad de Neuquén, para ver los derrames de petróleo, la cantidad de venteo de gas ilegal, las explosiones.

―¿No hay controles del Estado?

―Se da la particularidad de que el gobierno neuquino no controla a las petroleras y sí las controla la comunidad mapuche que está siendo afectada directamente. En el último año hubo una decena de derrames de Chevron-YPF y de otras compañías y eso, no casualmente, no es noticia para los medios que fomentan esta actividad.

―¿Y los estudios de impacto ambiental?

―Se dan cosas insólitas. Por ley nacional, las empresas petroleras deberían presentar un estudio de impacto ambiental por cada pozo de fractura hidráulica. Sin embargo, Chevron-YPF han hecho más de 100 perforaciones y no hay un sólo estudio que sea público, son todos confidenciales. Un colega, Alejandro Bercovich, hace poco habló con algunos técnicos y le han dicho lo que hacen en realidad: copian y pegan informes de otras provincias, de Chubut, Río Negro o de la misma Neuquén, pero no hay estudios para cada pozo.

―¿No hay decisión para controlar?

―Los controles son una falacia; ni la provincia de Neuquén ni la Nación tienen decisión ni la capacidad para controlar, termina siendo una zona liberada. Para el libro, le hice una entrevista a un operario de un pozo que estaba en una etapa de prueba. Ya se había hecho la fractura hidráulica y él mismo contaba cómo el agua de desecho, que debiera tratarse antes de ser liberada para que no sea tan contaminante, es utilizada para regar los caminos internos por los camiones de los contratistas de YPF.

Agronegocios

En Argentina se utilizan 200 millones de litros de glifosato en una superficie de 28 millones de hectáreas (más de 7 litros por hectárea) cultivadas con transgénicos: soja, maíz, girasol, trigo, algodón, frutales y yerba mate, entre otros.

Si sumamos el resto de los agroquímicos utilizados en el país, la cuenta asciende a 335 millones de litros fumigados (año 2012), mientras que hace tan sólo dos décadas, en 1991, se usaron 39 millones de litros. El aumento fue superior al 800%, razón por la cual no resulta extraño que proliferen nuevas enfermedades en la población. Damián Verzeñassi, médico y docente de la Facultad de Ciencias Médicas de Rosario, advierte que en las zonas productivas están viendo un cambio en las formas de enfermar y de morir.

Darío Aranda propone que los funcionarios que defienden el modelo agroindustrial recorran los territorios, que conozcan Avia Terai, la pequeña población chaqueña que ―rodeada de soja― soporta las fumigaciones aéreas y donde 3 de cada 10 habitantes tiene un familiar con cáncer. Un lugar en el que aumentaron las discapacidades y las enfermedades neurológicas, y se redujo la fertilidad masculina, según un estudio realizado por el Ministerio de Salud de la Nación.

O que visiten San Salvador, en Entre Ríos, localidad conocida como la Capital Nacional del Arroz, donde entre 2010 y 2013 el 43% de los fallecidos murió a consecuencia del cáncer (más del doble de la media nacional, que oscila entre el 18 y el 20%). Esos datos, motivaron que el municipio convocara a científicos de las universidades nacionales de Rosario y La Plata. Al llegar a San Salvador, los investigadores detectaron “una gran masa de partículas sobre el pueblo”, una neblina que se respira a diario. Además de lidiar con las fumigaciones, los vecinos sufren la presencia de un polvillo blanco que también está cargado de agroquímicos, lo exhalan los molinos arroceros al secar el grano. Todos apuntan a Adecoagro. No sólo es el establecimiento más grande de los instalados en la zona, es el primer productor de arroz del país. El principal inversor es el magnate y financista húngaro George Soros. Su empresa, es propietaria de casi 300 mil hectáreas en Argentina, Uruguay y Brasil en las que produce granos, ganado, café, etanol, caña de azúcar y leche. Soros también tiene un pie en YPF, con 450 millones de dólares desembolsados, es el cuarto mayor tenedor de acciones.

―Vayamos a distintos pueblos fumigados que son experimentos a cielo abierto. En los últimos 15 años lo único que ha cambiado ha sido el modelo agropecuario, y en ese lapso aumentaron los índices de cáncer, abortos espontáneos, malformaciones que antes de este modelo productivo no había. Los únicos que niegan eso son los que forman parte de ese negocio, ya sean funcionarios, empresarios o medios periodísticos; los negadores de la realidad.

―La Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés), organismo que depende de Naciones Unidas, definió al Glifosato como posible causante de enfermedades, ¿cuál es tu punto de vista sobre esta declaración?

―La resolución llega tarde, terriblemente tarde, pero obviamente que se la da la bienvenida, también muestra lo preocupados que están algunos sectores como Monsanto y Syngenta que han llamado a esta decisión como parte de la ciencia basura. Ellos solamente llaman ciencia a lo que hacen los científicos que trabajan para ellos y que publican papers de dudosa procedencia.

―¿El problema es el glifosato?

―No, porque mañana lo pueden reemplazar por otro producto. El problema es el modelo agropecuario basado en transgénicos, donde se usa y se abusa de agroquímicos que no está probado que sean inocuos.

―¿Qué dice la ley al respecto?

―La legislación argentina plantea que ante la duda, cuando no hay certeza científica, se debe tomar una medida precautoria, pero en nuestro país se hace lo contrario: ante la duda se autoriza a fumigar. En Mar del Plata, hay pruebas de ello, de la lucha de los vecinos que están resistiendo e impulsando normas que el poder municipal se niega a aplicar.

―¿Cómo se aprueban los transgénicos?

―Se aprueban en base a estudios de las empresas; el Estado argentino no realiza sus propios estudios para confirmar los privados, aprueba a ojos cerrados. Más de la mitad de los miembros de la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (Conabia) son personas vinculadas a las empresas o científicos que trabajan para ellas ―27 de 47 miembros― es decir, se aprueban entre ellos mismos. Un punto que muestra la enorme corrupción que envuelve al modelo transgénico es que todos los expedientes de aprobación son confidenciales. En la Argentina, desde 1996 a la fecha, se aprobaron 31 transgénicos, se impone la lógica comercial por sobre la salud de la población.

Daños colaterales

Darío Aranda tuvo sus días de gloria en Página 12 en 2008, durante el conflicto generado por la Resolución 125, cuando el gobierno intentó aumentar el monto de las retenciones a los sectores agroexportadores. Cuenta que por primera vez lo llamaban para pedirle notas. Otro hito fue la aparición pública de Andrés Carrasco. Investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y profesor de embriología de la UBA, Carrasco lo contactó para transmitirle información sobre el daño que provocaba el agroquímico más usado: “Soy investigador del Conicet y estudié el impacto del glifosato en embriones. Quisiera que vea el trabajo”, le dijo. Al principio, tuvo desconfianza porque no lo conocía pero después lo descubrió un militante comprometido, un científico que no estaba al servicio de las corporaciones, un hombre que se conmovió por el sufrimiento de las Madres de Ituzaingó. “No descubrí nada nuevo. Digo lo mismo que las familias que son fumigadas, sólo que lo confirmé en un laboratorio”, decía.

A diferencia de La Nación, Clarín o el propio Ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, Lino Barañao, que salieron a cuestionarlo, Página 12 decidió respaldarlo.

Pero esa grieta que permitía que algunas cosas se publicaran, se cerró después de las elecciones de 2011, “se dieron cuenta que cuestionar al extractivismo era cuestionar al gobierno, que es el que facilita eso”, reflexiona Aranda.

― ¿Y ahora, cómo sigue la relación con el diario?

―Tengo prohibido escribir sobre fracking, una decisión en la que tuvo mucho que ver el periodista Alfredo Zaiat, jefe de Cash, el suplemento de economía. En la sección Sociedad me derivaron a Economía y Zaiat, con excusas, me dijo que no podía escribir sobre fractura hidráulica.

―¿Fue por algún caso en particular?

―Yo lo había llamado para publicar sobre un fallo judicial en Chubut, fue el primer freno a un pozo de fracking. La medida planteaba dos legislaciones: por un lado el derecho ambiental, con el principio precautorio, y por otro, y el derecho indígena; eso, en otro momento hubiera ido en la tapa de Página 12. Yo entiendo que por línea editorial le den mayor o menor relevancia a un tema, pero lo que no se puede hacer es ocultarlo.

―El crimen de Cristián Ferreyra en Santiago del Estero, al intentar evitar un desalojo, motivó que te censuraran dos notas seguidas en Página 12, sobre todo porque responsabilizabas al gobernador Gerardo Zamora. ¿Sentiste el respaldo de tus compañeros?

―Sí, lo hice público mediante las redes sociales y hubo asambleas dentro del diario y notas de respaldo. Salió a la luz la precarización y la falta de pago de los viajes que hacía, y eso no me lo perdonaron. Durante dos años me tuvieron a dos notas de 70 líneas cada una por mes. De tener cuatro o cinco notas por mes, con doble página o tapa, a sólo dos por mes… Eso repercutió mucho en mi salario.

―¿Cómo haces para viajar?

―Cada vez que viajo es por invitaciones de organizaciones o de las comunidades afectadas en cada lugar, y aunque la relación mejoró un poco el año pasado, nunca más volví a publicar desde el lugar de los hechos ni los domingos, que es el día que más se lee el diario: los castigados no publicamos los domingos.

―¿Te quedaste sin poder publicar en algún viaje?

–Estuve en Loncopué cuando un referendum le dijo que no a la megaminería, en junio de 2013. Escribí la nota de anuncio de la realización de la consulta popular y salió publicada, pero el día del plebiscito ―cuando terminó― llamé al diario y nunca me contestaron. Se dan esas incongruencias, anuncias que se va realizar el plebiscito y no los resultados. Es como anunciar que se va a jugar el partido pero después no publicas cómo salió.

―¿Qué haces entonces?

―Lo que no puedo escribir en Página 12 lo publico en medios populares, alternativos, como La Vaca, La Brújula o lo comento en la columna que hago en (la radio comunitaria) La Tribu. Hace quince años que estoy en este oficio y noto que no abrazar a un gobierno o a un sector empresario, te pasa factura. En este tiempo he visto a muchos periodistas que han mejorado muy rápidamente su situación económica, y a los que no tomamos postura por ellos a veces nos cuesta parar la olla; pero bueno, yo duermo tranquilo, porque sé que trato de hacer el mejor periodismo y contar lo que pasa. No defenestro a los medios comerciales, son importantes, pero lo que no se puede filtrar ahí hay que contarlo en medios comunitarios. No hay que silenciarlo.

―¿Cómo te tratan cuando vas a hacer una cobertura, teniendo en cuenta los intereses que tocas?

―En general, bien, uno toma recaudos y va con gente que conoce la zona. El único sitio que es distinto a todos es Formosa. Te siguen autos sin patentes, te piden documentos a cada rato. Salta tiene sus cosas, Santiago del Estero y Neuquén también, pero Formosa es un lugar al que la democracia todavía no llegó.

―¿Cómo ha sido tu experiencia en la provincia?

―Durante una cumbre indígena, viajé con una compañera y en tres días nos pidieron documentos en cuatro oportunidades, eso a mí nunca me había pasado; tengo 38 años, viví siempre en el Conurbano y nunca me pidieron el DNI. En Formosa, vos estás haciendo una foto de la Casa de Gobierno y vienen a preguntarte quién sos, de dónde venís y también te los piden. Si te juntas con algunos de los líderes indígenas en un bar, enseguida te caen un par de policías a pedirte documentos. Y al rato, te caen otros dos. Yo creo que no te va a pasar nada, pero te intimidan, te marcan la cancha todo el tiempo.

―¿Y en la comunidad Qom La Primavera?

―Cuando fuimos a La Primavera, un auto sin patente nos siguió varios kilómetros con total impunidad. Uno llega ahí, se queda unos días y después se va, no pasa nada, pero pienso lo impresionante que debe ser vivir así, todo el tiempo te hacen sentir que estás vigilado. A mis amigos militantes, siempre les digo lo mismo: viajen a Formosa, pero no hagan el city tour que hizo Víctor Hugo Morales ―al que te lleva Gildo Insfrán―, a visitar la costanera, el hospital, una escuela y a ver algunas obras públicas. Cuando volvió a Buenos Aires, Víctor Hugo habló maravillas de Gildo, y él no es ingenuo. Cuando hace eso, está tomando una postura política. Yo haría el city tour, pero después haría dos días de recorrido por las mías, creo que es lo que cualquier periodista honesto intelectualmente debiera hacer.

―¿El gobierno formoseño dividió a las comunidades indígenas?

―Insfrán tiene sus punteros criollos pero también indígenas, que cada vez que pasa algo salen a respaldarlo. En la comunidad La Primavera negociaron con los pastores evangelistas para cooptar a los indígenas y fomentar la división. Los recursos llegan a través de los pastores y ellos saben quiénes están con Félix Díaz y quiénes no: a los que están con él, no les dan nada.

―¿Con qué historias te encontraste en el interior de Formosa?

―Una vez, en un centro de apoyo escolar y educación popular, una maestra me dijo algo que me impactó. Ella quería explicarle a los chicos el valor de la naturaleza y entonces les preguntó: “esta mesa de madera, ¿de dónde viene?”, y la respuesta de un nene de 7 años fue “la mesa viene de Gildo”, y después agregó que todo lo que tenían en la casa provenía de Gildo, y si algo no tenían era porque todavía no se los había dado. No era el trabajo, no era el papá, no era la mamá, ni siquiera el Estado, era Gildo el que se lo daba. Cuando los padres de ese chico tenían su edad, Insfrán ya era gobernador de la provincia. En Formosa, Gildo es Dios.

―En el acampe en Buenos Aires ―instalado desde hace dos meses en defensa del territorio y el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas― sufrieron algunos ataques y viven una situación muy precaria, ¿cómo soportan el día a día en esas condiciones?

―En 2011, los que acampaban en Buenos Aires eran solamente los Qom de la Primavera, y ahora están los cuatro pueblos originarios de Formosa: Qom, Wichí, Pilagá y Nivaclé, y con la decisión de quedarse, eso es un hecho inédito. El dato positivo es que en Formosa se creó una organización madre de estos cuatro pueblos, que se llama Qopiwini y nuclea a 34 comunidades. Hay un joven vocero que tenía a su esposa embarazada de siete meses en Formosa. Cuando ella fue al hospital, le dijeron que, si quería atenderse, su marido tenía que volver a la provincia. O sino que fuera a un hospital de Buenos Aires. De urgencia, consiguieron un pasaje para que viajara a la Capital Federal, y a los tres días tuvo familia.

―¿No los atienden en los hospitales públicos?

―A Félix Díaz y a su gente, no. La hija de un indígena del sector de Félix murió porque no la quisieron atender en el hospital.

Aunque no aparecen en los medios tradicionales, historias como estas se repiten en los territorios en disputa; quien ose oponerse al avance arrollador del “progreso” corre serios riesgos. Como los 35 vecinos del cordón de Famatina, en La Rioja, que fueron judicializados por impedir que la minera Midaish comenzara la explotación de oro sin estudio de impacto ambiental. O los tres integrantes del pueblo mapuche (comunidades Winkul Newen y Wiñoy Folil de Neuquén) que serán llevados a juicio oral acusados de tentativa de homicidio y daño agravado por haber golpeado de una pedrada a la oficial de justicia que fue a llevarles una orden de desalojo. Los asesinatos del comunero diaguita Javier Chocobar en Tucumán; del campesino Cristian Ferreyra en Santiago del Estero; y del Qom Roberto López en Formosa muestran de manera brutal la cara oculta de un modelo productivo en el que prevalecen los intereses económicos de las corporaciones por encima de la vida de los pobladores. Para el poder, sus existencias se convirtieron en obstáculos. Y sus muertes se redujeron a meros daños colaterales de la mercantilización de la naturaleza, la forma de producir que Argentina importó en la famosa década del noventa.