La violencia se sabe dónde empieza, pero no dónde termina. Y con la explotación minera tampoco. Cuando la policía pone un vallado alrededor de un edificio público, supongamos, una legislatura, donde se tejen las letras de las que van a pender como hilos las vidas de todos nosotros, eso sólo ya es señal de que lo que se está firmando ahí viene sucio de antemano. Ya lo sabemos, y ya saben que lo sabemos: desde el escándalo de la Banelco, en el que, entre otras cosas, entregaron oro con los cerros puestos, los glaciares, los ríos y los pueblos que los rodean. Y el agua que, vivas donde vivas, se suponía iban a beber tus hijos, tus nietos y tus tataranietos. A cambio de casi nada: unos plásticos que agregan unos ceros en la pantalla donde dice el número de cuenta bancaria de un puñadito de individuos, que encima se lo creen.

Por Eugenia Segura publicado en Mendoza On Line
Desde entonces, la necesidad de poner una barrera de hierro entre la gente y el lugar donde se decide su destino se hace cada vez más frecuente, y la escalada en el presupuesto de balas de goma y gases lacrimógenos ya es un todo un dato. Lo malo es que, con la violencia, siempre se sabe dónde empieza, pero no dónde termina.

Esta semana sucedieron muchas cosas derivadas de esto, por ejemplo, entregaron nuevos permisos de exploración para minas a cielo abierto de oro y cobre en Uspallata. Pero tenemos que concentrarnos en algo, y esta vez es en Neuquén. Porque, a pesar de que ni los legisladores neuquinos saben qué carajo firmaron –las claúsulas del acuerdo Chevrón-YPF siguen siendo un misterio hasta para los supuestamente altos mandos del sur del mundo- a pesar de la vergüenza nacional, pública y popular, de comprobar que, cuando se pensaba que ya estaban en el suelo, los lienzos, sí, aunque usted no lo crea, pueden caer aún más bajo: le dieron el okey al saqueo y delito de lesa humanidad de explotar por fracking a la Vaca Muerta. Y no sólo el okey: les proporcionaron la ingeniería legal para instrumentar el acuerdo del no les vamos a decir, y qué.

Sapag, el gobernador de Neuquén, sabe algo más que el resto, pero menos de lo que sabe el único que conoce la letra chica y la invisible de este acuerdo: el capo de Chevrón. La policía no sabe por qué, pero igual dispara. Balas de plomo entre otras, que dejaron un saldo de 25 heridos. Lo que sí sabe Sapag es que este pacto se firmó con sangre, y que esta vez no puede acudir al falso, patético subterfugio, de que la sangre regada era sólo mapuche, como si valiera menos, como si en este país hubiera algo así como Derechos Humanos y Derechos Subhumanos. Porque hay una bala de plomo alojada en el tórax del herido más grave, que quiso la evitable fatalidad, fuera precisamente un docente de 33 años, Rodrigo Barreiro, hijo del rector de la Universidad Nacional de Comahue. De la que van a egresar los profesionales que tendrían que evaluar y controlar la contaminación, atender los cánceres en los hospitales, y contarle en las aulas, a los neuquinos del futuro cercano –hasta el 2048 es la prórroga otorgada a Chevrón- la historia siempre distorsionada de cómo permitimos que nos robaran así, y encima les hicieran un daño irreversible a ellos, a la tierra, al aire y al agua.

Sapag, insistimos, no sabe del todo qué se firmó, y podría haber dado la orden de que no se reprimiera. Menos que menos, con plomo en las balas. En cambio, prefirió apelar al subterfugio más tirado de los pelos: “el herido recibió un disparo de un arma tumbera”, dice, y para colmo aclara: de fabricación casera. Para reforzar esta hipótesis, arma un bonito grupo escultórico de cinco policías enarbolando una honda, de espaldas –lo que muestra de qué lado estaba el fotógrafo de Télam. Y no sé si estará subestimando la inteligencia del pueblo, pero da algo más que bronca contrastar las palabras del gobernador neuquino con el comunicado de la comunidad mapuche, donde dice textualmente: “nosotros resistíamos con piedras y palos, agua, limón y escudos de cartón prensado”.

Mañana no debería seguir siendo esto

Mientras escribo estas palabras, estoy en Buenos Aires. Vengo de ver un río en el que el agua sucia asoma a duras penas entre las formas caprichosas de enormes manchas de petróleo, salpicadas aquí y allá por bolsas, paquetes de galletas, botellas náufragas sin un mensaje de S.O.S. adentro. Vengo de ver a una señora con un chico, de unos diez años y las marcas del cáncer en todos lados, comprando alfajores en un quiosko. Una cuadra más allá, otra mujer, sentada en la puerta de un conventillo de colores, acuna un bebé con hidrocefalia. Y vengo de ver una obra de teatro excelente: Mi único muerto, el Che. Va sobre la vida del milico que tuvo que apretar el gatillo ante alguien que le decía: apunte bien, que va a matar un hombre. Hay toda una cosa en esa obra sobre las miradas: el hijo del milico que quiere que su padre vuelva a mirarlo a los ojos. La maestra de esa escuela de Higueritas, que descubre en el fondo de los ojos del Che a un ser humano de verdad, en donde los canas sólo ven a un terrorista herido y atado. Un médico oftalmólogo salido de la revolución cubana, que le devuelve sin mirar a quién, la vista al asesino del Che, desatando un escándalo, hasta que logran ver el mismo hecho desde otro ángulo. Y sobre todo, el contraste entre los ojos abiertos, en las fotos insoslayables del Che ya sin vida, y los de Mario Terán, su asesino, que se resumen en estos versos de la bella canción del final: “ahorita anda penando/ ojos abiertos le queman/ como una atroz maldición/ ya ni su sombra le queda”.

Mientras volvía en el bondi como ganado, observando la lucha despiadada entre los pasajeros por obtener aunque sea un pedacito de caño de qué agarrarse, mientras pasaba por el kiosco del chico con cáncer y la vereda del bebé con hidrocefalia, nada más linkée todos estos hechos que se nos presentan como aislados, cuando en realidad están profundamente vinculados con las vidas de todos nosotros.

Antes de que las vueltas de esta vida me dejaran de este lado de las vallas, con el absurdo, beckettiano oficio de decir que por favor no envenenen el agua que tomamos, cuando la ley antiterrorista aún no existía, y nunca había oído la palabra “ecoterrorista” aplicada a mis amigos ni a mi persona, viví varios años en La Boca. Y siempre me preguntaba por qué veía en sus calles tantos niños con malformaciones, tanta gente de todas las edades con los inconfundibles signos de la quimio en los cuerpos. Y no sabía por qué, pero sentía que no eran casos de mala suerte individual, aislada, que ahí había algo más allá de los colores de la fachada y los turistas, el tango y los rebusques callejeros. Algo en la presencia constante del olor a enfermo de un río.

Y me quedé pensando en la continuidad de las luchas, en los mapuches, en los tehuelches, en tantos che. Porque la sensación que me quería dejar la obra de teatro, de que al final el bien siempre triunfa y los mártires tienen su revancha, no se me podía quedar quieta adentro, pensando en la bala de plomo en el pecho de Rodrigo Barreiro, en los 195 desaparecidos en democracia, a los que se suman los miles de asesinatos perpetrados por el aparato represivo del Estado, también en democracia. Cuando leo en los foros que hay gente que piensa que el petróleo de Vaca Muerta debería sacarse cueste lo que cueste, como si no hubieran tantas otras fuentes de energía limpias a las que de todos modos tendremos que acudir cuando el petróleo se agote. Cuando veo el video del desastre en Cayo Barne, Louisiana, donde un sumidero de fracking se traga literalmente a un pueblo entero.

Hay algo que ha cambiado de raíz en estos tiempos. Y es que ya no se trata de héroes y mártires, sino de miles, millones de muertos anónimos que se mueren sin saber bien por qué. De miles y millones de personas que se despiertan y se oponen a esta locura con escudos de cartón y limones para neutralizar las lágrimas y las balas. Y no sé cómo decirlo, pero hay una manera de que mañana no siga siendo esto. Que demos un giro mental de 180 grados. Basta de enemigos y de bandos, en esto, todos los seres que tomamos agua somos iguales, y esa es la fuerza tremenda que nos hermana. Ya no tenemos tiempo para seguir acumulando mártires, basta de mártires. El día en que la yuta se dé cuenta de por qué dispara, de a quiénes les dispara, y en el nombre de qué, otra va a ser la historia. El día en que seamos tantos los que digamos basta mirándolos a los ojos, que ya no puedan, no quieran apretar el gatillo. Imaginémoslo fuerte, porque si nos lo proponemos, ese día está a la vuelta de la esquina.