Agricultores de Guaminí (en el oeste bonaerense) comenzaron con 100 hectáreas de cultivos libres de transgénicos. Mantuvieron producción y redujeron costos. Ampliaron la superficie: 1500 hectáreas agroecológicas y van por más.

Por Darío Aranda publicado en Greenpeace

Guaminí significa en idioma mapuche “isla adentro” (de la gran laguna que existe en la zona). Está ubicada en el extremo oeste de Buenos Aires, casi en el límite con La Pampa. 2800 habitantes, calles anchas, casas bajas y tranquilidad que no se consigue en la ciudades. Las bicicletas duermen en la vereda sin cadenas ni candados. Incluso los autos quedan abiertos y nunca falta nada. Pero lo más trascendente es una política pública local que desafía a un modelo global: el municipio reunió, y apoyó, a ocho productores para realizar una transición hacia la agroecología, producir alimentos sanos, libre de transgénicos y agrotóxicos. Comenzaron con 100 hectáreas y, en solo tres años, bajaron costos, mantuvieron buenos niveles productivos y ya cultivan 1500 hectáreas de alimentos sanos, libre de venenos.

A la defensiva

El disparador fue el mismo padecer de cientos de pueblos del país. Las fumigaciones con agroquímicos rodeaban a viviendas e incluso a barrios enteros de Guaminí. En 2012 comenzó a gestarse la iniciativa para regular las distancias. Marcelo Schwerdt, director de Medio Ambienta del Municipio, estuvo entre los impulsores. Relevaron las escuelas rurales y confirmaron que el 80 por ciento estaba sufriendo la lluvia de agroquímicos, incluso con los niños en horario escolar.

En la localidad comenzó a darse a la conocida polarización entre quienes exigen el cuidado de la salud y el ambiente, y quienes remarcan la necesidad de producir.

Se conformó una mesa con distintos actores y surgió la idea de charlas-debates para avanzar en una ordenanza de regulación. Así llegaron hasta Guaminí referentes del agronegocios, que afirmaron que “no se puede producir sin químicos”, investigadores que alertaron sobre los efectos en la salud y sectores de productores.

Marcelo Schwerdt observó un video en youtube de Eduardo Cerdá, ingeniero agrónomo, impulsor de agroecología extensiva (producción sin químicos ni transgénicos a mediana y gran escala, no sólo pequeñas superficies). Sin mucha expectativa de éxito, se contactó vía Facebook y lo invitó a una charla abierta en Guaminí.

Cerdá respondió a las pocas horas. La respuesta era afirmativa y proponía el 14 de abril.

“Fue impresionante”, resume Marcelo Schwerdt, sin ocultar la admiración.

Cerdá hizo un repaso sobre las experiencias agroecológicas y detalló la experiencia de La Aurora (ver aquí), emprendimiento bonaerense que produce sin químicos desde hace veinte años.

Un grupo de productores quedó entusiasmado y propuso a Cerdá realizar una experiencia piloto. Lo pensó y sólo pidió que el Municipio se involucre. Y marcó sus límites: solo podría visitar los campos cada dos meses.

Comenzaba la experiencia agroecológica en el oeste bonaerense.

Voces

“Fue un despertar. Ver algo distinto, con todo un abanico de posibilidades”, recuerda Rafael Bilotta, en su casa centenaria del centro de Guaminí. Fue la vivienda de sus abuelos, de su madre y desde la década del 80 él vive allí. Comparte con sus hermanos un campo de 700 hectáreas, y siempre produjo como se hace en la zona, con químicos y más químicos.

Fabián Soracio estaba el día de la charla de Cerdá y también forma parte del grupo. Fue quien hizo la pregunta más incómoda aquel día: “¿Y qué hacés con el gramón (una maleza que tiene a maltraer a agrónomos y resiste a los litros y litros de herbicidas)?”.

Cerdá fue sincero: “Aún no me ha pasado. Cuando me toque, te digo cómo lo hacemos”.

Fueron ocho productores, con una pequeña porción de parcelas cada uno. En total era unas 100 hectáreas, en las que dejaron de echar venenos y sembraron avena, vicia, trébol rojo, sorgo, trigo, entre otros.

Miedo

Fabián Soracio gráfica uno de los pilares del agronegocios. “No quería aplicar tanto (herbicidas), pero cuando veía algunas malezas llamaba al agrónomo, que es ‘el que sabe’, y me decía que aplique más. Y yo lo hacía por algo muy básica, tenía miedo de no sacar buen rinde, y si no produzco lo pensado no puedo pagar las deudas, y me endeudo, y pierdo todo. El miedo estaba en toda esa cadena“.

Mauricio Bleynat es tambero y productor agropecuario. Campo de 75 hectáreas que trabaja con su padre y su hija de 14 años. “Te meten en la cabeza que sin aplicación no producís. Y si no producís… perdés el campo”.

Marcelo Schwerdt, que además de director de Ambiente es doctor en Biología, asiente con la cabeza. Es hijo de productor agropecuario y lo vivió dese chico. “Comenzás aplicando dos litros por hectárea, luego tres. Aparecen más malezas y ya te dicen que un poco más. Y así terminás echando más de diez litros. Es una agricultura de bidones (de químicos)”, grafica.

Cambios

Lo primero que hicieron fue hacer diagnósticos colectivos de los campos. Sucedió con la primera recorrida con Eduardo Cerdá. Iban todos juntos a los campos, escuchaban, miraban, proponían. Cambios concretos estaban en marcha: ya no estaba cada uno solo en su campo, sino con pares. Segundo: no era el agrónomo el que decidía qué hacer. Cerdá no tenía la verdad revelada, sólo sugería y, sobre todo, preguntaba. ¿Cuántos años cultivás lo mismo? ¿Tenés animales (vacunos)? ¿Cuántos? ¿Cuándo entran a comer a este lote? ¿Por qué aplicás? E infinidad de preguntas más.

Surgen anécdotas con otros “asesores” (como muchas veces se dice a los agrónomos). Todos tiene experiencia de casos en el que “el profesional” (otra forma de llamarlos/se) ni siquiera bajaba de la camioneta. Decía qué (y cuánto) químico había que aplicar sin siquiera detener el vehículo.

Fabián Soracio va más allá: “Es común que ni visitan el campo. Te dicen cuánto aplicar por teléfono”. Mauricio Bleynat es más duro: “Es un modelo que se maneja desde un escritorio. Ni siquiera viven en el campo. Es más, nos quieren echar a los que si vivimos y trabajamos en el campo”.

Inicios

Dejar de aplicar químicos y vuelta a rotación de cultivos (incluso algunos que hacía años no sembraban). Avena, vicia, trébol rojo, sorgo, trigo, cebada, maíz. Hacer trigo, aunque haya malezas en el medio y les parezca una pecado. Llamaban a Cerdá y le transmitían el temor de las malezas en el trigo. Del otro lado del teléfono, Cerdá los calmaba. Les decía que esperen dos semanas (hasta la próxima reunión), insistía en que no apliquen. Cuando tocaba la recorrida, la maleza ya había cedido. Una de las claves es que la maleza (en realidad es una planta no deseada) tenga competencia, y eso la hace ceder, perder fuerza, incluso desaparecer.

“Y se cosechó bien. Quizá el que manejaba la máquina puteaba un poco por algún cardo que había, pero daba muy buena producción”, sonríe Rafael Bilotta.

También fue fundamental aprovechar los animales, que entren, coman, y bosteen en el mismo lugar (fertiliza el suelo, enriquece, conserva los nutrientes). Otra clave: dejar de desparasitar a todos los vacunos según calendario. La mirada veterinaria dominante es suministrar la conocida ivermectina (potente droga para ganados). La consecuencia no deseada es que afecta la bosta, y está no sirve para fertilizar los suelos.

Fabián Soracio explica que hay que mirar los animales y desparasitar según cada caso, viendo si es necesario, no por calendario y de manera general a todos.

Pasó el año, la media docena de visitas de Cerdá y los resultados fueron positivos: buena producción (igual o apenas por debajo de los campos con químicos), pero mucho menor costo de producción.

Aclaración (ellos mismos la realizan): hubo lotes particulares donde los resultados no fueron los esperados, donde aún deben probar opciones, pero en general fueron buenos de producción y rentabilidad positiva.

Otro hecho fundamental fue la visita a la charca La Aurora, en Benito Juárez. Allí conocieron las 650 hectáreas de Erna Bloti y Juan Kiehr, su trabajo de veinte años en agroecología. Los impactó.

“Me llamó la atención el suelo, nunca lo había visto con esas consistencia y olor. Era pura fertilidad. También los animales (vacas), el estado físico maravilloso, hasta en el pelaje se notaba”, recuerda Rafael Bilotta y enumera una lista de hechos positivos, pero intenta resumirlos en dos puntos: “Se respira otro aire, y quiero que mi campo vaya en ese camino. Segundo, en La Aurora vi que era posible algo distinto, no era sólo teoría, lo vivimos recorriendo el campo. Es una fiesta”.

Campos

Camino de tierra ancho. Viviendas cercanas al alambrado. Perros que se arriman enojados. Recibe Mauricio Bleynat, apretón de manos fuerte e invita a conocer el pequeño tambo. Seis bajadas en línea, entre 20 y 30 vacas para ordeñe. El precio de la leche está muy bajo, 3,10 pesos el litro (piden al menos 5 pesos). Explica que los tambos pequeños, como el suyo, sobreviven (no tiene trabajadores a cargo y menores cargas impositivas), pero los medianos están en problemas (de más de 150 vacas y hasta 1000).

Como en otros ramos de la producción, los grandes dominan el mercado y fijan precios bajos para el productor. En lechería dos compañías son las que definen el mercado (y los precios): La Serenísima y Sáncor.

Mauricio Bleynat sabe que cambiará la suerte con algo de capital: no vender más leche, sino procesarla y comercializar los quesos. El margen de ganancia será mayor. Está en ese camino.

Arriba del auto y unas cuadras hasta un lote cultivado. Muestras avances, cuenta que tuvo pasto para animales como hacía años no producía (incluso su tío le cosechó y se convenció tanto que él también comenzó a hacer hectáreas sin químicos).

Cuenta con el apoyo de su padre (que desde hace años tiene su huerta libre de químicos) y de su hija, que estudia en una agrotécnica y donde también combate al agronegocios: “Le discute a los profes porque casi todos tienen el casete de producir con transgénicos y venenos. Y ella le dice que hay otra forma, que muchos producimos de otra manera”. Bleynat le aconseja que no discuta mucho, que tampoco se enoje, y al mismo tiempo (sin decirlo) el orgullo está a flor de piel.

Cinco minutos de auto, tranquera abierta, y bajo un árbol espera Rafael Bilotta en su camioneta. Muestra unas parcelas. Avena, vicia, trigo. En una parcela se deja ver la famosa “rama negra” (una “maleza” que tiene a maltraer al agronegocios). No hay mucho, pero se observan algunas. Bilotta sonríe: “Antes me volvió loco cuando aparecían. Ya no”. Y explica que lo sembrado le irá compitiendo espacio a las plantas no deseadas. En estos dos años ha tenido buenas experiencias.

Su hijo estudiaba agronomía. Dejó la carrera, en buena medida asqueado porque solo le mostraban la opción de agricultura-química. “Un día me dijo ‘papá vos sabés lo que estás echando’”, recuerda.

Se quedó sin respuesta. Sabía lo que estaba haciendo y sus consecuencias. Aquella charla de abril de 2014 de Eduardo Cerdá fue la salida que no veía.

Probó con unas pocas hectáreas, mientras seguía utilizando químicos en la mayor parte del campo. El segundo año amplió las hectáreas agroecológicas y va camino a dejar los químicos por completo. Planea hacer tres años de agricultura, que los vacunos coman, dejen bosta y orina en la tierra, enriquecer suelos.

“Es un cambio productivo, pero también un cambio en la forma de ver el suelo, los alimentos, la naturaleza y la vida. Se transforma en una filosofía de vida, estamos en ese proceso y muy felices”, afirma Bilotta.

Trabaja las partes del campo que le corresponde a tres hermanos. Lo apoyan, pero también sabe que le tienen que dar los números. Y no duda: “Estoy seguro que va a dar. Es más, ya está dando y será mejor en los próximos años”. Y explica que bajó los costos entre 30 y 40 por ciento.

Puede ser por ideología, por opción de vida, por cuidar el ambiente y privilegiar la salud. Y la agroecología también es una opción para obtener mayor rentabilidad.

Otra vez el auto. Marcelo Schwerdt al volante. Toma por caminos internos, luego la ruta, una rotonda y otra ruta más angosta, de asfalto. Mano derecha, tranquera abierta y una casa a lo lejos, rodeada de árboles. Imagen de postal.

Fabián Soracio trabaja el campo con su padre, quién le planteó dudas sobre el cambio de modelo. Aún hoy, cuando observa algún yuyo, le pregunta por qué no echar un poco de herbicidas. Recorrida por el campo, los distintos estadíos de lotes y un momento de charla en el corral de vacas. También resalta la importancia de la ganadería, que contribuye a recuperar la fertilidad de suelos.

Y aclara: no se considera productor agroecológico. “Yo soy productor agropecuario. Los que tienen que cambiarse el nombre son los otros… son productores agro-oncológicos. Es fuerte, lo sé, pero los químicos tienen sus consecuencias y tienen que hacerse cargo”.

Reconoce que tenía sus dudas, pero a poca de andar se convenció. También fue muy importante conocer La Aurora.

Combate los prejuicios de otros productores, que aún creen que dejar los químicos es volver a la azada y carpir la tierra. Su clave: “Dejar de mirar el campo desde lo químico. Y verlo como un sistema, no cosas aisladas. Recuperar cosas del pasado, pero también tecnología apropiada y moderna. Y, sobre todo, no creen en la recetas mágicas que te venden las empresas”.

Estado

“Fundamental”. Así definen los productores el rol del Estado. En la experiencia de Guaminí fue el Municipio. Motorizado por Marcelo Schwerdt, pero con el respaldo del intendente Néstor Alvarez (Frente para la Victoria).

Por si hubieras dudas, Fabián Soracio remarca: “Tiene que ser el Estado, no una ONG que ocupe su lugar. No. El Estado tiene que ocupar el rol central”.

El gobierno de Buenos Aires no impulsa proyectos de agroecología. Al contrario, el Senado bonaerense, con apoyo del gobierno de María Eugenia Vidal, dio media sanción a un proyecto de ley que permite fumigar hasta sólo diez metros de las viviendas. Sería (de aprobarse), la más favorable (a los químicos) del país.

¿Y Nación?

Mauricio Bleynat resume: “Me parece que el gobierno nacional está más preocupado por Monsanto que por otra cosa”.

Los demás productores sonríen en aprobación.

Molino

“La Clara”, se llamaba el molino harinero emblema de Guaminí. Daba trabajo a cientos de personas y marcó la historia de la ciudad. Su incendio, en la década del 50, fue un golpe que marcó un quiebre en la población. En todas las familias existen integrantes que tengan recuerdos y anécdotas de La Clara.

El grupo de productores acopió trigo agroecológico. Y, con el impulso de Schwerdt desde el municipio, nació la idea de un pequeño molino. Buscaron financiamiento con Nación y embajadas. No tuvieron suerte. Se lo plantearon al Intendente. Y confirmó que el Municipio realizaría la inversión. 36 mil pesos. Un molino realizado en Río Negro, artesanal, construcción a medida y un proceso que llevó largos meses. En paralelo, acondicionaron un salón municipal, de unos diez metros de ancho por otro tanto de largo.

El kilo de harina integral (y libre de químicos) comenzó a un precio de diez pesos (más económica que las marcas comerciales de grandes empresas). La mitad del valor era para productores y gastos de empaquetado. El otro 50 por ciento para tres instituciones de bien público: hospital, Escuela de Educación Especial 502 y el Centro de Educación Agraria. El último año el precio aumentó unos pesos, y el reparto se mantuvo igual. Además, alumnos de la escuela hacen sus prácticas laborales en el molino.

Precio justo para los productores, agregado de valor, alimento sano para el consumidor, y beneficios para las instituciones locales.

En Guaminí no se consumía harina integral. Ahora se venden más de 500 kilos por mes y tiene pedidos de Trenque Lauquen, Chacabuco y Bahía Blanca. Planifican aumentar la producción (sólo necesitan la inversión para adquirir un molino más grande).

En nombre del emprendimiento (y de la harina libre de químicos): “La Clarita”.

“Pasaron 70 años desde el incendio del gran molino. Nunca se pudo retomar un proyecto de agregado de valor agropecuario. En sólo dos años, este grupo lo hizo posible”, explicó Schwerdt, que ya dejó el cargo en el municipio (asumió en un Centro de Educación Agraria), pero sigue acompaña al grupo de productores.

Resultados

En todos los campos redujeron el uso de agroquímicos, minimizaron costos y mantuvieron la producción sin grandes cambios. También comenzaron un proceso de recuperación de suelos. Rafael Bilotta se adelantó con estudios y le dieron mejores indicadores de fósforo, nutrientes y materia orgánica.

Muestra de la mejora es la sumatoria de tierras. De las 100 iniciales (2014), pasaron a 970 (2015) y 1500 en las actualidad. Un aumento geométrico en solo tres años.

Pero no fue sólo el aumento de hectáreas. También se aprobó una ordenanza en beneficio de la agricultura familiar. Impulsa ferias de comercialización de productos agroecológicos y, en su artículo dos, promueve “el acceso a la tierra (fiscales) o a los recursos naturales requeridos, para emprendedores familiares que realicen proyectos productivos”.

Dentro de la producción de alimentos sin químicos y transgénicos funcionan “certificadoras”, que son grandes empresas que cobran altos honorarios por entregar un sello de calidad (funciona mucho en los productos orgánicos). Dentro del mundo de la agroecología se cuestiona mucho el rol de esas empresas.

La ordenanza de Guaminí toma partido en favor de los productores locales y constituye un sistema de “certificación participativa del mercado agroecológico”. Con la participación de agricultores, profesionales, municipio, cámara de comercio, bromatología y consumidores, entre otros, impulsa que la certificación que garantice la salubridad y calidad sea gratuita y con múltiples actores. La certificación participativa da cuenta de una forma de producción de alimentos que “promueve el compromiso con la salud, la ecología, la equidad y la certidumbre ambiental”.

Es la segunda ciudad de Argentina que tiene certificación participativa (luego de Goya, Corrientes).

La experiencia de Guaminí fue presentada en mayo pasado en la localidad de Rojas, cuando se conformó la Red Nacional de Municipios y Comunidades que fomentan la Agroecología (Renama), donde concurrieron una veintena de municipios y más de 200 productores agropecuarios, algunos ya producen de manera agroecológica, muchos otros quieran iniciar el camino de producir sin venenos y miran al oeste bonaerense. En octubre, fue sede del segundo encuentro de Renama. Los productores agroecologicos fueron los protagonistas: Guaminí ya se inscribe en las experiencias concretas que muestran que es posible otra agricultura.