Hay veces que vivir en medio de la nada, apartado de la llamada civilización, no te libra de encontrarte con ella. Es fácil reconocerla entre los árboles y a lo lejos en las montañas. La civilización está hecha de hormigón y metal, huele a gasolina y hace mucho ruido. Casi siempre que viene llega acompañada de humo. Del humo de las máquinas que se ponen a cavar o del humo de los cañones recién disparados para poner orden.
Por Juan Pérez Ventura
Hoy nos contamos cuatro historias del mundo, y viajamos a cuatro pueblos perdidos en cuatro continentes distintos. En la desierta llanura del Gobi, entre los árboles de la selva que riega el río Congo, en el interior de Australia y en lo alto de los Andes. Cuatro escenarios que creían vivir a salvo de la civilización y que se vieron despertados por los focos de luz y los informes que decían que aquel era un lugar óptimo para el desarrollo.
Los pintupi, el último pueblo aborigen de Australia
Editado en Melbourne, el periódico The Herald era uno de los más antiguos del país. El 24 de Octubre de 1984 los australianos amanecieron con una portada muy llamativa. “Encontramos la tribu perdida”. El titular hacía referencia a los pintupi, una tribu aborigen del interior del continente. De ellos se dice que fueron los últimos en entrar en contacto con la civilización.
Kintore, o Walungurru en idioma pintupi, es una aldea artificial fundada a principios de los ochenta por los propios indígenas. Regresaron a esta tierra después de haber sido expulsados. El Gobierno y el Ejército consideraron aquella localización perfecta para sus ensayos y maniobras militares.
Los pintupi no estaban conformes con el estilo de vida occidental y dejaron las ciudades civilizadas para volver al corazón del desierto, cerca del Lago Mackay. En Google la zona del Lago Macdonald está pixelada y no se puede ver lo que hicieron allí los tanques y misiles de la civilización. Pero los aborígenes regresaron y trataron de seguir sus vidas tranquilamente entre los arbustos subdesarrollados, contando sus historias del Templo del Sueño, viendo las estrellas de noche y caminando la tierra roja de día.
Los pastores que no querían ser mineros
Muchos años después, la civilización llegó hasta otro desierto. Recién comenzado el tercer milenio, la multinacional Rio Tinto descubrió que bajo las piedras del Gobi había riqueza. Por ello en 2001 llevó a los ingenieros y a los geólogos. Mientras ellos hacían sus estudios, los granjeros nómadas les miraban desde sus tiendas de campaña hechas con piel de yak.
En 2010 los analistas se fueron y llegaron los mineros acompañados de los monstruos amarillos de Komatsu. Comenzó la explotación de Oyu Tolgoi, un yacimiento de oro y cobre que pertenece en un 33% al Gobierno de Mongolia y en un 66% a Rio Tinto, empresa que comenzó cavando en Huelva en 1873 y que cien años después se convirtió en el mayor extractor de carbón del mundo.
Esta zona del sur del desierto del Gobi es especialmente seca, y los pastores mongoles temen que las modernas instalaciones del yacimiento consuman el agua de los maltrechos acuíferos. Apenas llueve (entre 0 y 55 milímetros de agua al año) y esas tierras han sido durante siglos lugar de pastoreo y asentamiento nómada. En cualquier caso los hombres de corbata civilizados saben mejor que los pastores qué es lo que más conviene a Mongolia para ser un país desarrollado.
Lo mejor para los pastores es coger a sus cabras, y a sus caballos, y a sus yaks y a sus ovejas, y llevar su leche y su queso a otro lugar. Desmontar sus tiendas, apagar las obsoletas radios con las que se enteran de las noticias del mundo civilizado y recoger también sus ropas. Y empaquetarlo todo y llevarlo a otro lugar. Como siempre han hecho. De un lugar a otro. Son nómadas y no les importará. Pero esta vez deben escoger mejor la tierra y procurar que no sea una zona a la que pueda llegar la civilización. Para que puedan vivir tranquilos.
El reino de la madera
No hace falta piel de yak para abrigarse cuando se está en la calurosa selva, junto a un río de color marrón y rodeado de mosquitos. El sudor es insoportable y los bueyes son delgados. Los niños se refrescan en la orilla y las madres lavan la ropa. La civilización ha llegado aquí en forma de camiseta de Messi. De aquí han salido famosos jugadores que luego se hicieron millonarios. Pero el otro día una rama pinchó la única pelota que quedaba en Bogbulambango.
Estamos en la Cuenca del Congo, en uno de los pulmones de la Tierra. Desde el espacio el manto verde que cubre el cinturón de África comienza a mostrar jirones de tonos más claros. Es como si un enorme tornado hubiera atravesado la selva, comiéndose los árboles. El trazado de su recorrido es más que evidente, y pronto alcanzará al tranquilo pueblo de Bogbulambango.
Este tornado no es de rachas de viento que se llevan las hojas, sino de tractores y motosierras que cortan troncos. Es el tornado de la deforestación, que arrasa con fuerza y rapidez. Cada año desde 1990 en la República Democrática del Congo se talan más de 300.000 hectáreas de bosque lluvioso tropical. Y aunque el país disfruta de 154 millones de hectáreas de esta densa selva, la tasa de deforestación avanza de manera constante, terminando con el 2% de la superficie boscosa cada década. Desde 1990 ha desaparecido el 7% de la selva del país, y antes de 2050 lo habrá hecho el 15% si las máquinas siguen civilizando la tierra a la misma velocidad.
Los habitantes de Bogbulambango se acostumbrarán al ruido de los camiones que transporten los troncos cortados. Los niños del río no lo sabrán, pero esos troncos se convertirán en sillas y en mesas que adornarán alguna habitación del mundo desarrollado, o que alimentarán las industrias de la civilización occidental. ¿Cuántos troncos caerán antes de que en Bogbulambango se consiga otra pelota de fútbol?
El altiplano
Los indígenas del Altiplano construyen casas con ladrillos de barro, tejen sus ropas bajo el Sol y muerden hojas de coca para sobrellevar mejor el hecho de vivir en el cielo del mundo, a más de 3.000 metros de altura. Allí arriba han estado siempre solos, alejados del progreso de las sociedades modernas. Sus incivilizadas creencias les hacen adorar a dioses que emergen de las piscinas azules del salar y que habitan entre las nubes.
Los hombres modernos creen en el poder de la dinamita y de las excavadoras. Llegaron cuando en los años setenta se dieron cuenta de que el litio era útil para la tecnología nuclear. Y desde entonces se estima que más de 300.000 toneladas de Oro Blanco han sido extraídas de la tierra de este recóndito lugar. Las máquinas de los hombres modernos han deformado la superficie del Altiplano y han colonizado los lagos. Los dioses han tenido que emigrar.
Argentina, Bolivia y Chile tienen el 85% de reservas de litio del planeta. Cuando una minera canadiense quiere parte del pastel acude directamente a las autoridades gubernamentales de estos países, y entonces la voz o la opinión de los indígenas que viven en el Altiplano no cuenta. Es por eso que los gobiernos entregan por ejemplo 90.000 hectáreas de las Salinas Grandes para que los civilizados canadienses puedan explotar un recurso natural que en su desarrollado país no tienen. Y les es otorgado ese gran trozo de terreno sin preguntar a los indígenas, porque ellos son indígenas y los de la multinacional son canadienses. Y éstos son mucho más civilizados.
Los indígenas pueden quejarse, y algunas veces escucharemos sus voces, pero en realidad no importa que sus dioses ancestrales hayan abandonado las piscinas, que el agua de la región ya no abastezca a los pobladores sino a las industrias, o que el impacto ambiental sea más grande que los beneficios económicos. Lo único que importa es que las baterías eléctricas que hacen funcionar el mundo desarrollado se alimentan del Oro Blanco que los indígenas ignoraban tener bajo sus pies. Y el mundo desarrollado no puede dejar de funcionar.