Existe un evidente consenso respecto a que en los últimos años ha aumentado la cantidad de conflictos sociales, en particular socioambientales, en el país, pero no lo hay en cuanto a la razón de estos y qué hacer al respecto. La última visita al Perú del economista y ecologista español, Joan Martinez Alier, así como un nuevo programa radial minero semanal dan fe de estas grandes discordancias. Sin dejar de lado que el reto de hoy, y siempre, es qué hacer para equiparar las fuerzas de los grupos enfrentados, organizaciones sociales, comunidades y ONG, por un lado, y empresas extractivas y poder Ejecutivo, por el otro, en un juego político y económico de largo aliento, en la coyuntura del bloqueo interminable de la ley de consulta previa, libre e informada a los pueblos indígenas.

Por Raúl Chacón Pagán

04/11/2010. En cuanto al aumento de la conflictividad social, las cosas son bastante claras gracias al aporte del mismo Estado. El Reporte de conflictos sociales de la Defensoría del Pueblo (DP) de setiembre arroja para ese mes un total de 250, de los cuales 171 casos están activos, 92 están en proceso de diálogo, 120 han tenido al menos un episodio de violencia desde su aparición y 17 son nuevos, habiéndose resuelto seis. Pero a enero de 2008, la misma DP reportaba un total de 83 conflictos sociales, de los cuales 30 estaban activos y 53, latentes, cifras que fueron aumentando paulatinamente desde entonces. Esto implicaría que en los últimos dos años la conflictividad social del país aumentó al menos tres veces, dejando al margen aspectos metodológicos en la recolección de la información.

La polémica está en la explicación que se le da a dicho aumento, o cómo se lo interpreta, y a veces matiza, Desde la mirada oficial o hegemónica, Gonzalo Quijandría, funcionario de la minera Antamina, expresó en un programa radial que los conflictos sociales no han crecido tanto como lo ha hecho el sector minero, y que esos conflictos son la manifestación de que algo llamado desarrollo está ocurriendo en el país. Agregó que no está mal tener un número de conflictos, sino que el problema es no tenerlos atendidos o no saber manejarlos. Ese “buen manejo” se debe dar a través de mejores técnicas de diálogo de las empresas con las comunidades, así como las herramientas de la responsabilidad social, o la inversión en proyectos sociales. Esto último implica que las empresas deben tener más capacidades para afrontar el problema de la pobreza altoandina y darle la respuesta más eficaz. Pero como esto sobrepasa las funciones de las empresas mineras, estas promueven que lleguen a sus zonas de operaciones las instituciones del Estado, que reforzarían las oportunidades de progreso generadas por las primeras. Como esta visión casi idílica del desarrollo rural gracias a la minería no puede admitir que los actores locales se opongan de por sí a tantas bondades, los mineros (y el Ejecutivo) apelan a los movimientos externos que se infiltrarían y empujarían al conflicto con supuestas demandas justas e ideas confrontacionales, lo cual sería un fenómeno global. Quijandría concluyó que estos conflictos se agudizan cuando las demandas postergadas, como la construcción de un puente, se montan sobre demandas estructurales (maestros impagos).

Desde el lado de los intelectuales afines a las comunidades y sus luchas, Joan Martínez, bajo los enfoques de la economía ecológica y la ecología política, nos dice que la causa de los conflictos sociales es el crecimiento del metabolismo de la economía mundial (metabolismo social) y que en ellos intervienen actores con distintos grados de poder y lenguajes de valoración. Para Martínez, la economía se puede estudiar como un sistema abierto a la entrada de materiales y de energía, y de producción de residuos. En volumen, el residuo más importante es el dióxido de carbono que se produce en cantidad excesiva y se acumula en la atmósfera, causando el temido cambio climático. En ese marco, el metabolismo social o económico (los flujos de energía y materiales y la producción de desechos y residuos) sería la causa de los conflictos socioambientales, ya sea de nivel local (por la colocación de residuos domésticos o mineros, el derecho a la consulta previa, etc), o internacional (por el cambio climático, la regulación de la pesca en alta mar, la extracción de petróleo en la Amazonia del Ecuador o el Perú, etc). Asimismo, Martínez señala que en esos conflictos el Estado y las empresas quieren imponer el lenguaje económico, prometiendo un análisis costo-beneficio con todas las externalidades traducidas a dinero, haciendo una evaluación de impacto ambiental para decidir si se realiza un proyecto de inversión público o privado. Pero los afectados, aun entendiendo ese lenguaje económico y asumiendo sus premisas, pueden usar otros lenguajes disponibles en sus culturas. Como declarar que la tierra y el subsuelo son sagrados o que la cultura o el ambiente no tienen precio. Así, en un conflicto ambiental se despliegan valores muy distintos, o hasta antagónicos: Por un lado los ecológicos y culturales, basados en el derecho a la subsistencia de las poblaciones, y por el otro lado los económicos, basados en la crematística o el ánimo de lucro. Por último, Martínez señala que el poder se expresa en dos niveles: 1) La capacidad de imponer la decisión o un proyecto por encima de algunas comunidades urbanas o rurales, y 2) La capacidad de imponer el método de decisión, de decir qué lenguajes son válidos o no. Con lo cual se pregunta quien tiene el poder social y político para simplicar la complejidad imponiendo un determinado lenguaje de valoración.

Esta imposición efectuó el mismo presidente de la República cuando lanzó su tesis ideológica del perro del hortelano en dos artículos, publicados en el diario de circulación nacional El Comercio en octubre y noviembre del 2007. Artículos que generaron un gran debate por su radical economicismo, su concepción de la Amazonia como un territorio subutilizado o subexplotado y su desprecio por visiones de desarrollo alternativas. Todo lo cual desembocó, inevitablemente, un 5 de junio del 2009, en el llamado Baguazo, pico trágico del alto nivel de conflictividad social que seguimos teniendo en el país desde el lanzamiento de la tesis mencionada. “Pero seamos optimistas: esos movimientos son una principal fuerza social en busca de aliados en todo el mundo para encaminar la economía en una ruta más justa y sostenible. De las resistencias nacen las alternativas”, como afirma Martínez al final de su libro El ecologismo de los pobres.