Desde Pasco, Cajamarca y Junín, llegaron a Lima para contarnos su historia. Su pedido más urgente es la cobertura médica del Estado para frenar los efectos dañinos de la exposición al plomo y al mercurio.
Por María Isabel Gonzales
Fotos Rocío Orellana
Hay un lugar en el Perú donde la gente camina entre nubecillas amarillentas que a su paso impregnan el ambiente de un olor fétido. Al desintegrarse se cuelan en las narices de cuanta persona necesita del aire para vivir. Hemorragias nasales, desmayos, pérdida de memoria y falta de motricidad son solo algunas de las terribles consecuencias que acarrea. Este escenario toma forma en el centro poblado Champamarca, en la región Pasco, un lugar tan alejado y pobre que se pierde de vista en el mapa. Pero Champamarca existe, y en ella viven 300 personas. Todas y cada una afectadas por un depósito de metales tóxicos llamado Excelsior. Allí se acumularon por más de diez años en el desmonte sin clasificar de las mineras Centromín y Volcan, que además de filtrarse en el aire quedaron asentados en el agua convirtiéndola en veneno líquido.
En el 2006, Activos Mineros, una empresa de remediación ambiental, tomó control del depósito en un intento de controlar las sustancias tóxicas en el ambiente. Para Esther Mandujano, madre champamarquina, no son suficientes las acciones de Activos Mineros. Le basta con leer los resultados de los análisis de sangre de sus hijos Jesús y Antony. El primero tiene siete veces más plomo en el cuerpo de lo que los estándares permiten y el segundo doce veces más. Esther llora, porque mientras algunos se tiran la pelota evitando hacerse responsables, Jesús, su hijo mayor, ha dejado de crecer, no puede concentrarse en el colegio y duerme por las tardes para no sentir dolores de cabeza. En la posta médica solo le dan paracetamol y amoxicilina para calmar sus males.
Así se pasan los días para Jesús y todos los demás champamarquinos, tomando paliativos, pero respirando siempre aire con metales tóxicos. Condenados todos a unos días tristes, amarillos y fétidos.
Mercurio suelto
Era junio del 2000, faltaba un mes para fiestas patrias y los habitantes del centro poblado Choropampa en Cajamarca anhelaban ingresos extras. De pronto un trailer con mercurio de la minera Yanacocha derramó su contenido -altamente tóxico- en las calles. Cuando la empresa se dio cuenta del desastre ofreció comprar el producto. “Se compra azogue y/o mercurio a 20 soles el kilo”, puso en unos carteles. Todos vieron una oportunidad. Niños, adultos y ancianos recogieron el metal de las calles, lo vendieron y regresaron triunfantes a casa por haber otenido un poco de dinero. “Decían que eso no contaminaba hasta cuatro días después, cuando la enfermera del pueblo Luisa Arribasplata cayó enferma. Se la llevaron a Lima y luego nos enteramos que era por el mercurio”, dice Graciano Carbajal, actual alcalde del centro poblado. El anterior falleció por males vinculados al mercurio.
Graciano no sabe a quién recurrir, frunce el ceño y aprieta con sus manos un registro de pacientes intoxicados de mercurio. “No solo nos han contaminado a nosotros, sino también a las plantas y a los animales. Cuando los agricultores quieren ir a vender sus productos a otros pueblos, los marginan. No quieren comprarles”, cuenta. Según él, Yanacocha ha zanjado el tema comprándoles el mercurio. Sin embargo, de los 3 mil habitantes de su pueblo, Graciano asegura que más de la mitad tienen elevados niveles de mercurio en el organismo. Así como en Pasco, los niños sufren hemorragias, otros tienen erupciones en la piel y las mujeres se desmayan o sufren abortos espontáneos.
Después de la muerte de su predecesor, Vicente Zárate, quien se fue de este mundo víctima de un mal causado por metales pesados, Graciano le ha prometido a su gente luchar por la presencia del Estado en su comunidad. “Queremos cobertura médica, que tomen muestras del aire, el agua y el suelo y nos ayuden a revertir la contaminación. Necesitamos ayuda cuanto antes, ya estamos cansados de ver a nuestros niños postrados por hemorragias, de sentirnos inútiles ante la insensibilidad de una empresa”, dice Graciano. Aunque luce cansado, se fuerza a sí mismo a estar lúcido. Tiene el compromiso de conseguir justicia para Choropampa.
Siempre La Oroya
La historia de contaminación en La Oroya, por emisión de plomo de varias empresas mineras que se asentaron ahí desde los años 50, la hemos visto en la televisión. La hemos leído en los periódicos y la hemos escuchado en la radio. Es decir, la conocemos pero no la vivimos. Por eso Pablo Fabián, poblador y padre de familia de La Oroya, no desmaya en su pedido de declarar a su comunidad en emergencia. Los altos niveles de plomo en el ambiente le hacen temer peores consecuencias de las que ya ha sido testigo. “Más de 120 mil hectáreas de tierra están inutilizables porque la emisión de plomo las ha calcinado”, revela Pablo. Para él Doe Run, la minera asentada en La Oroya, tiene responsabilidad en la contaminación pero también el Estado. No quiere dinero. Pablo quiere salud, aire limpio y tierra fértil.
Hoy tiene 53 años, y ha podido ver cómo La Oroya se fue ennegreciendo. Cuando era niño frotaba las monedas en la tierra y estas empezaban a brillar. En ese entonces no entendía por qué sucedía, le parecía divertido. Hasta que fue creciendo y se dio cuenta de que todo a su alrededor estaba contaminado. Ingenuamente pensó que eso se revertiría, y tuvo esperanza. Se casó con Digna y tiene tres hijos: Ana María de 19, Alcides de 16 y Amparo de 5 años, todos intoxicados con plomo y arsénico. “Parece que nuestras autoridades no saben lo que hace el plomo, pero si no saben yo les voy a explicar. El plomo en el organismo retarda el crecimiento, produce anemia y fallas cognitivas. Contamina el ambiente y todo lo que consumimos”, dice Pablo, conocedor de su realidad. Sus palabras no son resentidas ni amargas, explica cada detalle con generosidad porque quiere recibir lo mismo a cambio.
Está cansado de tocar puertas buscando ayuda. Sus ojeras son profundas, pues ha pasado muchas noches en vela cuidando a su pequeña Amparo cuando esta se ha desmayado. Los médicos de la posta le dicen que es por el plomo y cada vez que escucha esa respuesta no puede evitar recriminarse por no tener mayores ingresos y sacarla de ahí. Así como Esther y Graciano, Pablo es también una víctima de la emisión de metales tóxicos. Tiene documentos que lo prueban. Mientras ellos alzan la voz y reclaman por su derecho a la salud y a un ecosistema sano, el problema de la contaminación subsiste en estos y otros lugares por la indiferencia del Estado y de muchas empresas que no realizan una actividad minera limpia.
Organizándose
La primera semana de setiembre la Coordinadora Nacional de Comunidades Afectadas por la Minería (Conacami) convocó a las poblaciones afectadas en su salud a una asamblea para articular propuestas que protejan su derecho a la salud. La iniciativa que tuvo más consenso fue la indemnización para todos los afectados. Para hacer un pedido formal harán un registro nacional para tener a todas las víctimas organizadas. Mario Palacios, dirigente de Conacami, dijo que en el 2003 ingresaron 15 demandas a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Tres de ellos prosperaron en la corte: uno fue Choropampa, otro San Mateo de Huanchor y el último el Callao. De ellos solo en San Mateo de Huanchor se cumplió la ley internacional y la minera cerró sus puertas. En los otros casos, las demandadas no se han retirado y mucho menos han limpiado el ecosistema que afectaron.