Levantamientos populares frenaron este año dos importantes proyectos mineros en Perú que preveían la extracción de millones de toneladas de mineral, principalmente de cobre. Después de siglos de extracción de metales como oro, cobre, plata o zinc, no sólo la población, que sigue en la pobreza, no ha visto los beneficios de la actividad minera, sino que sufre las consecuencias del deterioro ambiental.
Fuente: Proceso
El gobierno del país andino recibió ambos reveses en los momentos en que redoblaba su apuesta por la minería. El propósito era mantenerse a flote en medio de la fuerte desaceleración económica que sufre América Latina a causa de la caída de los precios de las materias primas.
El sector minero es de hecho el motor de la economía peruana. Perú es el segundo mayor productor del mundo de plata –sólo detrás de México–, así como de cobre y zinc y el quinto lugar en producción de oro.
La minería es responsable de más de la mitad de sus ingresos por exportaciones con más de 20 mil 500 millones de dólares el año pasado, tras llegar a un máximo de 27 mil millones en 2011. El Ministerio de Energía y Minas tiene registrados proyectos mineros por más de 63 mil millones de dólares de inversión.
Por ello, conforme ha aumentado la urgencia para que estos planes lleguen a buen puerto, debido a la reducción de las tasas de crecimiento año tras año de 8.82% de 2010 a 2.34% de 2014, el gobierno peruano se ha esforzado por eliminar cualquier obstáculo a la inversión minera.
El año pasado relajó su ya de por sí laxa regulación ambiental, ha evitado aplicar la ley de consulta previa a comunidades indígenas y campesinas que sacó adelante en los primeros meses del mandato de Ollanta Humala y ha flexibilizado el acceso a tierras de comunidades campesinas.
Sin embargo, no ha conseguido evitar el rechazo social que la minería genera y, desde que Humala llegó al poder en 2011, ha tenido que lidiar con masivas protestas contra tres de los megaproyectos más emblemáticos por su envergadura, incluidos los dos de lo que va de año.
En los tres casos, la secuencia ha sido similar: las comunidades afectadas por la mina se han levantado en su contra o han presentado demandas, la movilización social ha ido en aumento, la policía ha intervenido dejando varios muertos y heridos, el Ejecutivo ha tenido que enviar al ejército a la zona para controlarla y se ha visto forzado a paralizar el proyecto para dialogar con la población.
Dos de estos proyectos, Conga y Tía María, están paralizados y con escasas perspectivas de salir adelante. El tercero, Las Bambas, está de momento detenido y, aunque probablemente se desbloquee, el conflicto ha puesto en evidencia la gestión del gobierno de estas situaciones y a la propia empresa propietaria.
La razón es que se ha producido en una operación que durante 10 años había avanzado sin ningún problema y estalló después de que la empresa cambiara sus planes con la aprobación gubernamental pero sin consultar ni informar a la población.
De hecho, Las Bambas era considerado un ejemplo de buena gestión del diálogo con las comunidades locales hasta que la mina cambió de dueño y fue adquirida por la china MMG. Ésta decidió construir una planta de tratamiento que no estaba en el proyecto inicial y que, en vez de construir un ducto para transportar el mineral, lo haría a través de cientos de camiones.
Como en casos anteriores, el gobierno, los dirigentes empresariales y algunos medios de comunicación han denunciado que “actores externos” han manipulado a la población local y la han incitado a la violencia en referencia a organizaciones medioambientales y movimientos políticos.
“Contamino, pero pago”
Javier Jahncke, secretario ejecutivo de la Red Muqui, una asociación de 29 ONG que promueven el desarrollo sostenible y que acompaña a comunidades en sus negociaciones con las empresas mineras, admite que puede haber actores políticos de la oposición intentando sacar partido de estas protestas, pero niega que tengan capacidad para movilizar a comunidades enteras en contra de un proyecto minero.
“Es no querer ver los temas que están detrás de los conflictos, los temas de fondo”, asegura Jahncke, quien responsabiliza al gobierno por preocuparse más por defender el interés de las empresas que a la población y de no reaccionar a las demandas de ésta hasta que ha estallado ya el conflicto.
Dice: “El Estado está más preocupado por facilitar el acceso a las inversiones que velar por el derecho de las personas que viven en las zonas donde se realizan”.
“No hay una prevención antes de la conflictividad”, agrega. “Las mesas de diálogo llegan cuando hay muertos y heridos y el Estado educa a la población a que la única manera de poder ser escuchada es saliendo a las calles, cerrando carreteras”.
La Defensoría del Pueblo peruana, equivalente a la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), registró el mes pasado un total de 91 conflictos socioambientales relacionados con la minería.
Pese a que en muchos casos, en particular en zonas donde no hay agricultura y sí una gran pobreza y falta de oportunidades, las mineras han podido llegar a acuerdos con la población a cambio de una cierta redistribución de sus ganancias, detrás de la mayoría de los conflictos hay demandas relativas al agua o al medio ambiente.
Jahncke lo atribuye a que las instancias de fiscalización y autoridades ambientales en Perú “nunca han tenido la suficiente capacidad para enfrentar el poder de las empresas mineras”. Las sanciones, critica, “son menores y las empresas prefieren seguir el principio de contaminador-pagador: contamino pero pago”.
Esta incapacidad del Estado para controlar los daños medioambientales de las mineras la conocen de primera mano en Cerro de Pasco. Esta localidad, situada en el centro de Los Andes peruanos, nació durante el periodo colonial como centro minero.
Pero después de tres siglos de extracción de varios metales –como oro, cobre, plata o zinc– no sólo la población, que sigue en la pobreza, no ha visto los beneficios de la actividad minera, sino que sufre las consecuencias del deterioro ambiental.
Los desechos del tajo abierto de la mina, que con dos kilómetros de largo por uno de ancho y unos 400 metros de profundidad supone un monumental hueco en medio de la localidad, ocupan una superficie de casi 300 hectáreas al aire libre.
“Eso emana gases en el mes de invierno y en verano emite polvos tóxicos. Por la mañana llueve y cuando en la tarde empieza asolear se produce un olor insoportable, en el momento de la evaporación”, explica Hugo Rojas, teniente de alcalde de Simón Bolívar, uno de los tres distritos que forman la ciudad.
Lo peor es que desde hace unos años la contaminación ha comenzado a afectar a los niños. “A partir del 2010 empezamos a ver los síntomas de lo que era para nosotros una rara enfermedad, que más adelante nos enteramos que era contaminación de plomo en la sangre”, denuncia Rojas.
“Lo que produce es que los niños pierdan el apetito y sus defensas. Como consecuencia tenemos que estos niños se duermen en la escuela, pierden el año escolar, ya no quieren salir a jugar”, agrega.
Cuando hace cinco años le pidieron al gobierno peruano que declarara la emergencia ambiental en la ciudad, les respondió que las causas no eran la contaminación. Pero enviaron las muestras de sangre de unos tres mil 500 niños al Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Atlanta, en Estados Unidos, y a la Universidad de Pisa y les confirmaron que más de dos mil de ellos tenían no solo altas concentraciones de plomo, sino también de otros metales contaminantes como cadmio y arsénico.
“Ahora tenemos 60 niños en estado crítico, en silla de ruedas, con hemorragias nasales”, afirma Rojas.
“Minería ecológica”
Según un inventario hecho por el Estado, destaca Jahncke, “hay más de ocho mil pasivos ambientales (casos de contaminación minera) a nivel nacional”.
La contaminación se disparó desde que se desarrolló a finales de los 80 y principios de los 90 la minería a tajo abierto, que “es por lixiviación, por arrastre”, involucra metales altamente contaminantes como el mercurio y “requiere mucha agua”, explica Marisa Remy, socióloga del Instituto de Estudios Peruanos (IEP).
Esta técnica, acota la especialista, “es mucho más barata y permite valorizar yacimientos con ley menor”.
Su desarrollo coincide con el inicio del boom minero en Perú, debido a la desregulación del Estado a partir de 1992 por el régimen de Alberto Fujimori (1990-2000).
En aquellos momentos, el país salía de una grave crisis económica provocada por las políticas del primer gobierno de Alan García (1985-1990) y de un sangriento conflicto armado entre el Estado y la guerrilla de Sendero Luminoso.
“Como había una competencia mundial por capitales y Perú entraba en pésimas condiciones porque no tenía ninguna credibilidad, empezó a hacer todo tipo de concesiones a la entrada de capitales extranjeros”, recuerda Remy.
En ese contexto empieza la minería, “la población no importa y, además, ésta pensaba que, efectivamente, con grandes empresas las cosas mejorarían”, apunta la socióloga.
Marco Arana, exsacerdote que lleva 25 años implicado en la defensa de los derechos humanos y ambientales frente a las empresas mineras y ahora lidera el partido político Tierra y Libertad, indica que en esos años se aprobaron “leyes que implican, por ejemplo, la posibilidad de confiscar o expropiar tierras y de ofrecer incentivos tributarios a las empresas. Además, se usa el discurso de que se trataba de nueva minería o, como se dijo en su momento, ‘minería ecológica’”.
No obstante, “a los dos años se comienzan a producir los primeros impactos ambientales sobre las personas y su ganado, e incluso en los primeros meses, por exploraciones mal hechas”.
Debido al carácter represivo del gobierno de Fujimori, las primeras protestas por el tema minero no tienen lugar hasta que se produce la transición democrática con el gobierno de Alejandro Toledo (2001-2006).
Aunque durante ese gobierno hubo también varios muertos en este tipo de conflictos, “por lo menos había más espacios de diálogo y discusión”, sostiene Jahncke.
Pero fue durante el segundo periodo de Alan García en el poder (2006-2011) cuando las cifras de conflictos socioambientales y de fallecidos por la violencia que generaron se dispararon, puesto que el mandatario sólo contemplaba “la represión como única forma de atacarlos”, añade.
Desde la llegada Humala la conflictividad se ha reducido en cantidad, pero en el ámbito de la minería ha afectado a proyectos más emblemáticos.
El primero tuvo lugar al inicio del nuevo gobierno: la mina Conga, en Cajamarca, que preveía una inversión de 4 mil 800 millones de dólares, quedó paralizada tras unas protestas en las que murieron cinco manifestantes. La cancelación del proyecto marcó un punto de inflexión en la incipiente presidencia de Humala.
Los miembros situados más a la izquierda de su gabinete salieron y a partir de ese momento el gobernante adoptó una deriva cada vez más alejada de los postulados progresistas de su campaña y más cercana al empresariado.
En 2014, Humala minimizó todavía más las normas ambientales estableciendo una moratoria de tres años en las sanciones por contaminación, salvo en casos excepcionalmente graves, y obligando a la administración a analizar los estudios de impacto ambiental que necesitan las empresas para obtener el permiso de operación –trámite que en ocasiones podían demorarse hasta dos años por su complejidad– en un máximo de 150 días.
El presidente peruano centra prácticamente toda su estrategia de crecimiento en el desarrollo minero.
Jahncke señala que “la quinta parte del país está concesionada” para este fin, principalmente en la franja andina del país”. Y agrega: Si hablamos sólo de la sierra ya no hablamos del 20% sino más del 50% del territorio concesionado a la minería”.
Y es que Perú se ha encargado de crear un ambiente muy propicio para esta actividad económica.
“Las condiciones ambientales son muy relajadas, hay una estructura tributaria que no es muy onerosa, mano de obra barata –el salario mínimo en Perú es de 230 dólares mensuales, uno de los más bajos de América Latina– y el Estado construye toda la infraestructura necesaria” para los proyectos mineros, afirma Remy.
En los cinco primeros meses de este año la minería empleó a 193 mil personas, según cifras de la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía.
Sin embargo, la nueva minería, la de tajo abierto, “no usa casi nada de mano de obra”, puesto que el procesamiento del mineral es muy técnico. Sólo durante el periodo de construcción hace uso de mano de obra intensivo.
A esto se suma que la carga tributaria para la actividad minera es relativamente baja: 30% de sus ganancias. Y aunque la mitad de esa renta se la reparten entre los gobiernos regionales y los locales de la zona donde están las minas, estos tributos no se usan para mejorar las condiciones de vida de la población, denuncian los ambientalistas.
Por una parte, critica Jahncke, sólo pueden gastar esos fondos en infraestructura. Por otra, están acostumbrados a gestionar pequeños presupuestos y no reciben ningún asesoramiento técnico ni acompañamiento cuando de la noche a la mañana sus partidas se multiplican exponencialmente.
“Es una inversión que termina en proyectos suntuosos en muchos casos: coliseos, centro cívicos, obras de impacto que en realidad son moles de cemento”, lamenta Arana.
“Pero el tema de mejorar la calidad educativa, el acceso a los servicios de salud, los temas nutricionales, el acceso por carretera a zonas de productividad rural baja… no se hace”, añade.
Aunque, según Marisa Remy, hay casos de relación armoniosa entre las empresas mineras y la población local, es poco probable que la conflictividad se vaya a relajar en general en el país. En un contexto de baja de precios de las materias primas “las empresas lo que van a hacer es exigir mejores condiciones y las poblaciones no creo que vayan a aceptar”, advierte.