Tan solo en los diez primeros años del presente siglo, los corporativos mineros (en su mayoría canadienses) extrajeron el doble de oro y la mitad de la plata que la corona española atesoró en 300 años de colonización de 1521 a 1821. De acuerdo al Sistema Integral de Administración Minera, en el país existen más de 31 mil concesiones mineras que amparan casi 40 millones de hectáreas en poder de 287 compañías. De ellas, 205 son canadienses, 46 estadunidenses y nueve chinas.
Fuente: La Jornada
El saqueo minero en México comenzó hace más de 500 años con la invasión de las potencias europeas a nuestro continente. Durante la época de la Colonia, se extrajeron del subsuelo mexicano más de 182 toneladas de oro y 53 mil 496 toneladas de plata. Después de la guerra de Independencia (1810-1821), durante la invasión norteamericana (1846-1848, con la pérdida de más de la mitad del territorio nacional), la guerra de Reforma (1857-1861) y la ocupación francesa (1862-1867) se produjeron alrededor de 64 toneladas de oro y 17 mil 095 de plata; esta vez a manos de capitales extranjeros en su mayoría ingleses y norteamericanos.
Al restaurarse la república en 1867, bajo el México gobernado por los liberales y a lo largo del Porfiriato (1876-1910), se extrajeron 507 toneladas de oro y 64 mil 739 de plata; era entonces la minería la principal fuente de riqueza del país.
La actividad ferrocarrilera jugó un papel muy importante para sacar la riqueza minera fuera del territorio mexicano. Hasta 1875 se habían construido 578 km de vías férreas. Al final del gobierno de Porfirio Díaz, en 1910, la extensión de la red superaba los 20 mil km, infraestructura que no ha variado fundamentalmente desde entonces, pues hasta 2012 la cifra alcanzó los 26 mil 727 km de vías.
Como señala Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina: “Los ferrocarriles también formaban parte decisiva de la jaula de hierro de la dependencia: extendieron la influencia imperialista. Muchos de los empréstitos se destinaban a financiar ferrocarriles para facilitar el embarque al exterior de los minerales y los alimentos. Las vías férreas no constituían una red destinada a unir a las diversas regiones interiores entre sí, sino que conectaban los centros de producción con los puertos”.
En Argentina, Brasil, Chile, Guatemala, México y Uruguay, los ferrocarriles fueron construidos por el Estado, aunque esencialmente eran usados en el transporte de carga para sacar las materias primas que iban a parar a los países colonizadores: la riqueza minera y natural. Una vez terminadas las principales vías férreas, pasaron a manos de ingleses, principalmente, tal y como nos aclara Eduardo Galeano en el antedicho libro.
Con la promulgación de la Constitución de 1917 y su Artículo 27, se estableció el principio del dominio directo, inalienable e imprescriptible de la nación sobre todos los recursos incluyendo los del subsuelo; los destinatarios de las concesiones sólo podrían ser mexicanos por nacimiento o por naturalización, así como sociedades, mexicanas.
Debido a las dificultades económicas de la posrevolución, la mayoría de las minas continuaron en manos extranjeras. La crisis de 1929-1933, la Segunda Guerra Mundial y la industrialización por sustitución de importaciones abrieron paso a la mexicanización de la minería (1961), definida por la participación mayoritaria del capital privado nacional y el capital estatal, concentrándose el capital minero en tres grupos mexicanos que a la postre dominaron la industria (Peñoles, Grupo México y Frisco).
Durante la presidencia de Miguel de la Madrid se comenzó a crear el escenario de apertura para la privatización del sector minero a los capitales transnacionales, con la reducción de la carga tributaria para las empresas mineras, la eliminación de los impuestos a la exportación y la reducción del pago de aranceles para importar maquinaria y equipo. Dos cambios legales crearon las condiciones para la expansión del extractivismo minero neoliberal que vive hoy nuestro país: 1) la contrarreforma del Artículo 27 constitucional en 1992, y 2) la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).
Esta legislación concede a la actividad minera el carácter de preferente y de utilidad pública, sobreponiendo los intereses privados de las transnacionales mineras a cualquier otro uso del territorio, ya sea agrícola, forestal, religioso, comunitario, etc. Con el TLCAN se pactó un escenario de desregulación ambiental y laboral diseñado para atraer la inversión de capital extranjero.
En un estudio elaborado en 2006 por el Instituto Fraser de Canadá, México se ubicaba en el lugar 24 de las regiones de potencial minero en cuanto a la abundancia y calidad de los yacimientos y producción minera nacional. Pero al tomarse en cuenta la desregulación ambiental, México se convierte en el lugar número uno entre las regiones de potencial minero en el planeta. Entre 1988 y 1996 se dio el comienzo de privatización de reservas, unidades de producción y plantas mineras del sector paraestatal. En 1988 se desincorporaron alrededor de 6.6 millones de hectáreas de reservas mineras nacionales.
En los ocho años siguientes se puso a disposición de empresarios mineros nacionales 98 por ciento de las reservas federales mineras. Durante el gobierno de Ernesto Zedillo se privatizaron los ferrocarriles. En 1998, Germán Larrea (dueño de la empresa minera Grupo México y de la mina de Cananea) y Union Pacific Railroad (que controla la red de transporte más grande de Estados Unidos y el mayor enlace de trenes con México) adquirieron el Ferrocarril Pacífico-Norte. Se trata de la red ferroviaria más extensa del país, con casi 500 locomotoras y 8 mil 500 km de vía. Cosas veredes: Ernesto Zedillo, apenas dos meses después de dejar la Presidencia de la república, se incorpora a esta empresa, siendo el miembro número 14 del consejo directivo.
En noviembre de 2005, Grupo México obtuvo el 75 por ciento de la participación accionaria de Ferrosur, que opera una red de más de 2 mil km de vía, que interconecta hacia el norte y occidente del país con KCSM y Ferromex. Y en los estados de Veracruz y Oaxaca, con el Ferrocarril del Istmo de Tehuantepec, hacia la península de Yucatán y el estado de Chiapas. En los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón se entregaron concesiones mineras equivalentes a la casi la cuarta parte del territorio nacional: alrededor de 52 millones de hectáreas, cifra equivalente al territorio que la dictadura de Porfirio Díaz arrebató a los pueblos originarios entre 1883 y 1906.
Tan solo en los diez primeros años del presente siglo, los corporativos mineros (en su mayoría canadienses) extrajeron el doble de oro y la mitad de la plata que la corona española atesoró en 300 años de colonización de 1521 a 1821. De acuerdo al Sistema Integral de Administración Minera, en el país existen más de 31 mil concesiones mineras que amparan casi 40 millones de hectáreas en poder de 287 compañías. De ellas, 205 son canadienses, 46 estadunidenses y nueve chinas.
De acuerdo con esta dependencia, en 2012 existían en México 668 proyectos mineros en etapa de exploración; 83 en producción, 37 en etapa de desarrollo y 69 en suspensión, esperando su reactivación (ver mapa Anuario Estadístico de la Minería Mexicana Ampliada 2012). Del total de carga movilizada en el sistema ferroviario mexicano en 2012 se transportaron 15 mil 396 toneladas de productos minerales, lo que equivale al 13 por ciento del total de la carga movilizada. La instauración de la economía neoliberal ha sentado las bases para que las empresas mineras no paguen utilidades por el volumen de producción de minerales, sino solamente un ridículo pago de derechos por hectárea en concesión: cinco pesos durante los dos primeros años de vigencia hasta alcanzar 111.27 pesos a partir del undécimo año.
El nuevo formato de explotación minera en el país se ha dirigido en gran medida a yacimientos de metales preciosos a cielo abierto, dada la especulación de los precios internacionales, alentada por la crisis internacional de los últimos años. Esta modalidad de extracción se caracteriza por ser profundamente devastadora de los recursos y del medio ambiente, con el consecuente agravamiento de las condiciones de trabajo de los mineros y de vida de los pueblos aledaños.
Este tipo de explotación intensiva, irracional, exhibe una voracidad sin precedente del capital extranjero sobre los territorios del mundo y la riqueza de las naciones, un saqueo sin límite, destinado al consumo internacional dentro del marco de la producción capitalista trasnacional.
Hoy, México es el principal productor de plata en el mundo; ocupa el undécimo lugar en oro y el número 12 en cobre. Es el segundo productor mundial de fluorita, mineral empleado en la industria siderúrgica; es el quinto en plomo y el tercero en bismuto. Es el primer destino en inversión en exploración minera en América Latina y el cuarto en el mundo, de acuerdo con el reporte publicado por Metals Economics Group en marzo 2013. Del tamaño de la riqueza minera obtenida del subsuelo mexicano es el saqueo de la nación y la miseria de los pueblos que otrora fueron los fundos del esplendor minero.
Entre los mecanismos utilizados por los gobiernos canadiense y estadunidense en apoyo a las compañías mineras se incluye el impulso de reformas neoliberales, como ha sucedido con la energética del gobierno de Enrique Peña Nieto; la especulación financiera y subregulación de las bolsas de valores; brindar beneficios impositivos, subsidios directos y apoyo diplomático a las compañías mineras canadienses operando en el extranjero, y rehusar a regularlas fuera del país. A nivel local, las compañías ofrecen la creación de empleos y responsabilidad social por parte de la corporación. Sin embargo, los empleos son efímeros y peligrosos.
La derogación de derechos laborales y la protección social impulsadas a través de las reformas representan una ganancia económica para las empresas, pues generan condiciones para garantizar la mano de obra barata en el país en el que realizan la explotación del minera y de los trabajadores que lo extraen. Al ofrecer empleo solo a algunas personas dentro de las comunidades, dividen al total de las mismas.
Por “responsabilidad social” las mineras construyen museos, escuelas o traen servicios. Sin embargo, la remediación ambiental de las externalidades, la eliminación de residuos (como el cianuro y otras sustancias tóxicas) apenas son mencionadas de manera somera o son totalmente omitidas. Uno de los mecanismos que más relevancia ha cobrado en el contexto mexicano es el desplazamiento violento de las comunidades locales por la asociación de las empresas con el crimen organizado, y las fuerzas policiales y militares del Estado en sus tres niveles.
En este contexto, la violencia que se vive por ejemplo en el estado de Guerrero (con su expresión paradigmática con el asesinato de seis jóvenes y la desaparición de 43 normalistas), cobra un nuevo sentido: tan solo a unos metros de donde se perpetró el crimen se encuentra una de las minas de oro más importante de Latinoamérica, de donde se pretenden extraer más de 60 millones de toneladas del metal áureo.
Guerrero forma parte de la principal franja de oro del país con 705 concesiones vigentes que amparan una superficie de 1 millón 317 mil 452 hectáreas, equivalentes al 20.5 por ciento del total del territorio del estado (ver mapa 2).
La militarización del país no es exclusiva de Guerrero, como se constató en la preaudiencia “Despojo y envenenamiento de comunidades por minería y basura”, en la que participaron alrededor de treinta organizaciones y comunidades de todo México. Es, en cambio, un mecanismo sin el cual las compañías mineras no podrían enfrentarse a los pueblos indígenas-campesinos y de las periferias urbanas, con una profunda tradición de organización comunitaria y de resistencia.
Si bien es cierto que se puede hablar de la configuración de un nuevo imperialismo en el sector minero, la gran diversidad de comunidades en defensa de la vida, de sus recursos naturales y de su territorio en su conjunto, está trazando y entrelazando caminos a nivel regional y continental (ver lo que sucede en Perú) que podrían desembocar en un escenario diferente al actual, en el que la identidad propia de nuestros pueblos, su organización comunitaria ligada a diferentes formas de economía moral y cultural, la apuesta por una vida digna y el respeto de la naturaleza como sujeto, estuvieran en el centro.
Dichos caminos corresponden al “buen vivir” dentro de las alternativas trazadas por Socialismo Afroindoamericano o Alternativa Bolivariana para Nuestra América. En México, pueden reconocerse en el proceso del Tribunal Permanente de los Pueblos, capítulo México. Asumiendo el dictamen final del tribunal, ahora avanza a nivel nacional la iniciativa de la Constituyente