El 2012 despuntó con importantes hechos políticos, como la pueblada de Famatina, por una parte, y la tragedia de Once, por otra. Estos acontecimientos pusieron de manifiesto las características que asumen dos conjuntos de actividades económicas de nuestro país: los servicios públicos, en este caso los ferrocarriles, y lo que se denomina “modelo extractivista”, la megaminería a cielo abierto.
Por Miguel Teubal * publicado en el diario Página/12
19/03/2012. Ambas actividades sufrieron transformaciones en décadas recientes en el marco de la aplicación de políticas neoliberales, transformaciones que fueron en muchos sentidos contrastantes entre sí, pero que también denotan diferentes condiciones estructurales que las caracterizan. Durante el neoliberalismo se establecieron condiciones institucionales muy favorables para la inversión extranjera en megaminería, que garantizaban una alta rentabilidad de estas actividades para grandes empresas transnacionales. Esta alta rentabilidad se basaba en la persistencia de enormes rentas diferenciales a escala mundial, potenciadas por el alza de los precios de algunos commodities, como el oro, el cobre y la plata, en los mercados internacionales. Es por ello que constituye una actividad que se caracteriza por la presencia de grandes empresas transnacionales que se insertan en la economía nacional como parte de una industria de enclave, pero que genera muy pocos “eslabonamientos” hacia adelante y hacia atrás. Es una actividad cuya producción es exportada en su totalidad y tiene poco valor de uso para la población nacional (el agua es un bien esencial; el oro, no).
Además, lo fundamental en este caso son las deseconomías externas a las empresas que genera: el uso intensivo del agua en zonas semiáridas y su posterior contaminación, su impacto sobre la flora y la fauna, el medio ambiente en general, sus incuestionables efectos sanitarios negativos, su impacto sobre la agricultura y el turismo local. En definitiva, se trata de una actividad con grandes rentabilidades para determinadas empresas, pero que genera enormes pasivos sociales y ambientales, los cuales constituyen la base de sustentación de la oposición social generalizada que se ha creado en torno de la misma.
El sistema ferroviario contrasta notablemente con esta situación. Por una parte, es un sistema que podría generar grandes beneficios sociales para la comunidad, pero no es una actividad rentable desde el punto de vista netamente empresarial. Por eso el sistema ferroviario en todo el mundo, notablemente en Europa y en Estados Unidos, es estatal, no es una actividad apetecible para las grandes empresas, aunque se reconoce que un buen servicio ferroviario no sólo genera beneficios sociales, también contribuye significativamente a apuntalar a la actividad económica en general. En la Argentina, durante el neoliberalismo se desarticuló casi por completo al sistema ferroviario nacional, pasando de más de 30.000 kilómetros de vías a menos de 10.000; empeoró notablemente el servicio; y quedaron aisladas 700 localidades. Se llegó a la situación en la que se pensó que la única manera de apuntalarla es mediante ingentes subsidios a determinadas empresas, pero que no fueron utilizados para mejorar los servicios.
La única manera que se pensó durante el neoliberalismo de impulsar a los servicios públicos fue mediante la privatización de determinados sectores, las prepagas en el caso de la salud, la educación privada en el caso de la educación. La rentabilidad se logra en estos casos mediante la “segmentación” de los consumidores, orientando la actividad hacia sectores de altos ingresos. En el caso del ferrocarril se pensó en el tren bala, pero en función de sectores de altos ingresos que pudieran pagar una tarifa que hiciera “rentable” la actividad.
En definitiva, frente a una actividad altamente rentable como es la minería a cielo abierto, pero cuya utilidad social es altamente cuestionable, dado los enormes pasivos sociales y ambientales que genera, y porque su “producto” (oro, plata) no es un bien esencial, nos encontramos con un servicio público que, al igual que otros servicios públicos, puede generar un enorme beneficio social, pero que no tiene una rentabilidad acorde con los requerimientos del “mercado”. Sin servicios públicos que funcionen con efectividad es difícil pensar en un “modelo de desarrollo” que tenga en cuenta las necesidades reales de la sociedad
* Economista, profesor de la UBA, investigador del Conicet.