Mucho se habla en estos momentos acerca de la creación del Ministerio de Minería por parte del gobierno de Fernández y sobre quiénes podrían ocuparlo ¿Corpacci? ¿Hensel? ¿Micone? Más allá de los nombres, lo que se escucha es que la minería se convertiría en uno de los instrumentos que le permita al Estado Nacional recibir inversión extranjera directa. Como si ello resolviera la crisis.
El verso sobre el trabajo y el desarrollo local de la mano de la minería ya lo hemos tratado en artículos anteriores (ver aquí y aquí). Veamos ahora si es posible que la minería, considerada una actividad de“Inversión Extranjera Directa” (IED), representa una locomotora de desarrollo para las economías receptoras tal como se sostiene desde la doctrina neoliberal.
Las Inversiones Extranjeras Directas se han convertido en una de las principales fuentes de financiación de los países empobrecidos. Lo subrayamos: no son fuentes de producción e industrialización, son fuentes de financiación y sabemos que cuando financiamos, terminamos pagando más de lo recibido.
Las principales responsables de las IED son las empresas transnacionales a través de las fusiones y adquisiciones transfronterizas y no de la inversión en la construcción de nuevo tejido productivo.
Los motivos que llevan a estas corporaciones a realizar inversiones en otros países son, entre otros, la obtención de recursos naturales y mano de obra de bajo coste, así como el acceso a mercados mayores o en crecimiento. En definitiva, el motor de la IED es la búsqueda de un incremento en los beneficios de la empresa. Por tanto, existe una incoherencia entre las virtudes que el discurso neoliberal atribuye a la IED “el potencial de generar empleo, aumentar la productividad, transferir conocimientos especializados y tecnología”.
La entrada de IED impulsa y aprovecha los procesos de privatización (Leyes mineras en Argentina) y mercantilización de bienes y servicios fundamentales para la vida digna de la población: nuestra agua, los servicios de la comunidad como por ejemplo nuestra electricidad. La consecuencia directa de esto es la exclusión del acceso a esos bienes por parte de las mayorías sociales y la transformación de derechos universales en mercancías. Pensemos, por solo poner un ejemplo, si en Argentina la privatización de la empresa de servicios eléctricos privatizada en los 90 ha podido garantizar la provisión de energía a la población. O si después de 30 años de privatización todos los habitantes tienen gas natural.
La inversión en actividades extractivas, que tiene fuertes impactos culturales, económicos, ambientales y sociales en las comunidades que habitan los territorios en que se desarrollan las explotaciones, tampoco tiene efectos positivos en términos puramente macroeconómicos, porque constituye un trasvase neto de riqueza hacia las economías centrales, mediante la exportación de las materias primas y la repatriación de beneficios. Es decir, el producto de lo que se extrae no queda en el territorio sino que se va al exterior.
Las medidas y acuerdos orientados a atraer a inversores externos tienden a desproteger y subordinar los derechos humanos de las poblaciones locales a los intereses y el poder de las corporaciones y arrebatan a los pueblos su soberanía. Treinta años de intensificación de la entrada de IED han perpetuado a América Latina como la región más desigual del planeta.