Don Rubén es un hombre bajito, algo delgado, que dedica su vida a las plantas. Cuidador de los frutos de un vivero en plena zona rural de Allen, sobre calle N° 11, sus manos protegen hasta el momento de la venta, los plantines y arbustos que esperan ansiosos detrás de su casa, en largas y solitarias hileras de tierra. “A esta altura de mi vida no puedo regalar todo”, dice Rubén, a sus 63 años, que vive con su esposa y uno de sus hijos a 60 metros del pozo 146 de YSUR.
Fuente: Viento
Tres años atrás los únicos sonidos que cortaban su jornada de trabajo a la intemperie eran las frases pícaras de un imponente guacamayo verde, el canto de los jilgueros y el paso de algunos vehículos. Pero desde entonces reniega con nuevos vecinos.
“A esta altura de mi vida no puedo regalar todo”, dice Rubén, a sus 63 años, que vive con su esposa y uno de sus hijos a 60 metros del pozo 146 de YSUR.
Carla es una joven mamá que hace tres años encontró un lugar para vivir en la zona de chacras. En el sector, conocido como la Calle 10, ingresando también por la rural N° 11, comparte junto a su esposo y sus hijas una pequeña casa de madera en una franja de viviendas, que se acomodaron una al lado de la otra, a la par de una alameda.
Detrás de esos árboles, hoy desnudos por el invierno, corre un camino que se volvió muy transitado últimamente. La “mudanza” de los nuevos vecinos, el pozo 280, a pocos metros, fue un hecho en semanas y hoy Carla vive preocupada.
La actividad petrolera funciona sin descanso por estos días en Allen, en turnos de obreros que van rotando las 24 horas. Las locaciones se instalaron en tierras productivas, donde ya no quedan frutales pero sí perduran barrios muy cercanos, escuelas, vecinos a los que nadie les preguntó si aceptaban la convivencia.
Amanecer para Carla y Rubén es haber tratado de conciliar el sueño después de horas de “ruido a motores”, que atraviesan sin permiso el silencio de los álamos y sauces. Un silencio que parece aun más denso por estar lejos de la ciudad, volviéndolo todo más nítido.
El sonido se reproduce constante luego durante el día, por la actividad propia de los pozos y por el paso constante de la maquinaria pesada y las camionetas que confluyen hacia allí. “Camiones, volquetes que llevan los barros (cutting), las bateas que llevan la piedra para preparar los pozos”, ejemplifica Rubén.
“Ya no están las torres pero han puesto cuatro motores que están día y noche, ustedes lo pueden escuchar”,explica con sus palabras. Para las últimas horas de la jornada queda solo uno en funcionamiento, agrega, pero las válvulas comienzan a soltar gas, cuyo olor “se siente”, favorecido por la neblina típica que se forma allí cuando desciende la temperatura. “Sentimos olor a químico, se irritan los ojos, la garganta, uno se levanta mareado, abre la puerta y entra todo, más cuando salgo a abrir la tranquera”.
Su casa, de paredes blancas y ubicada a varios metros de la entrada al terreno, registra durante el día, el golpe seco de los vehículos contra el puente que cruza el asfalto sobre un desagüe cercano, frágil ante la velocidad, el peso y la circulación constante.
Por los problemas de salud que se le diagnosticaron en los últimos meses, entre ellos EPOC, Ibáñez se agita al hablar, respira y toce con dificultad y pierde fuerza para hacer sus actividades. Cuenta que también tuvo que cambiar su alimentación. “Pero uno es pobre, tiene familia y no puede andar haciendo dos comidas. Con lo que uno gana se complica un montón, pero tiene que acomodarse con lo que puede comprar”, se resigna.
Carla se define como asmática y coincide en las molestias que le generan el olor a gas que por momentos los invade. “Mis nenas viven con tos”, cuenta.
Ambos, varios meses de por medio, vivieron en carne propia el miedo cuando un “incidente” en las locaciones cercanas los puso en alerta. Un venteo (quema al aire libre tipo antorcha, para eliminar gases) terminó en explosión y llamas de varios metros, interrumpiendo la noche en el hogar de Rubén en 2014. Un escape de petróleo (spray) en un colector cayó sobre la laguna de la Calle 10, a fines de julio de 2015, durante la siesta.
“Mis suegros vivieron acá toda la vida y si no fuera por esto ellos no hubieran querido irse nunca”, agrega, “pero no se puede convivir”. Ya se les informó que lo proyectado es instalar una torre con ocho perforaciones nuevas.
Pensando a futuro, Rubén cree que si todo sigue igual, hasta podría perder su trabajo. Desconfía del agua de riego para las plantas, que siempre sacó con bomba pero que ahora las deja amarillas. Ve cómo la cantidad de ventas va bajando. Aún asi, dice que trata de no pensar. “¿Para qué?”, se resiste, “¿para amargarme mas la vida? Para eso me las trago y pienso en el día a día”.