Mi creciente interés en La Oroya me motivó a investigar más sobre el tema, acumulando decenas de megabytes de información en mi PC. Algunos años después, llegó a mi bandeja de entrada el Informe de la Universidad de Missouri “Estudio sobre la Contaminación Ambiental en los Hogares de la Oroya y Concepción y sus Efectos en la Salud de sus Residentes”, que demostraba que el 99% de los niños de La Oroya tenían niveles de plomo por encima del máximo permitido por la OMS.
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Escribe Luis Eduardo Cisneros *
Tenía 19 años la primera vez que conocí sobre la problemática de La Oroya. A finales del 99, recuerdo haber estado en la casa de mi hermana y haberle pedido la computadora para googlear el nombre de esta ciudad, y verificar si tanto horror era cierto. La búsqueda no arrojó muchos resultados. Dos de los videos que encontré mostraban trabajadores bastante sonrientes de Doe Run, cantando arpa en mano y al ritmo de las palmas del respetable en festejos de esta compañía. Hallé también artículos muy pequeños escaneados de diarios locales que brindaban información financiera e industrial bastante superficial en un espacio de 2 x 2. Solo pude ubicar dos sitios web de instituciones indignadas con información documentada y relevante; algo que, frente a tamaña problemática, resultaba ser una muestra de un desinterés ciudadano bastante difícil de asimilar.
Mi creciente interés en La Oroya me motivó a investigar más sobre el tema, acumulando decenas de megabytes de información en mi PC. Algunos años después, llegó a mi bandeja de entrada el Informe de la Universidad de Missouri “Estudio sobre la Contaminación Ambiental en los Hogares de la Oroya y Concepción y sus Efectos en la Salud de sus Residentes”, que demostraba que el 99% de los niños de La Oroya tenían niveles de plomo por encima del máximo permitido por la OMS. El dato me impactó sobremanera y decidí llamar a un amigo muy cercano que trabajaba en un prestigioso diario local. Le conté que el 99 % de los niños de La Oroya tenían niveles de plomo en sangre por encima del promedio, que los niveles de cadmio y dióxido de azufre eran surrealistas y que había un señor de nombre Ira Rennert (dueño de Doe Run) con un historial empresarial ambientalmente cuestionable en USA. Me respondió que le iba a proponer el tema a su editor. Nunca más me llamó. Llamé a un par de amigos más que trabajaban en otros diarios y solo uno de ellos se dignó a devolverme la llamada. Fue sincero y sin asco me dijo: “Tío, no vende”.
Pasó más tiempo, y mientras más conocía del tema, más me sorprendía la desproporción que existe entre la terrible situación de La Oroya, y el interés, difusión e indignación frente al tema, mostrado por políticos, medios de comunicación y ciudadanía en general. Digamos que La Oroya no está tan lejos de Lima, como Puno o Tumbes, como para que los cerebros citadinos ejecuten la muy acostumbrada función cognitiva “Es muy lejos, no me importa, me olvido en dos segundos”. Hablamos de una ciudad enferma y oxidada por la codicia, que está a menos de 200 kilómetros de Lima, y que es paso obligado para acceder a una importante zona del centro del Perú. Sin embargo, a pesar de la poca distancia y de lo cercano de su realidad, pareciera que existe un tipo de fuerza negadora, enfermiza, compulsiva, invisible e invencible, que habita dentro de los cerebritos de los limeños, y que convierte a esta problemática en un tema accesorio destinado a ser una leyenda urbana más, o a convertirse en un “dato curioso” de chupeta de patas.
Algunos me dicen que esto no es cierto, que la cobertura que le dieron los medios a la problemática de La Oroya hace poco cuando anunciaron la inminente quiebra de Doe Run fue grande. Yo creo que es una verdad a medias, ya que es cierto que el número de publicaciones que tenían el nombre de La Oroya aumentó, pero lamentablemente el ángulo e interés que se generaba respecto a éste tema era básicamente financiero o económico, es decir, un gran porcentaje de noticias e informaciones (salvo honrosas excepciones, como el extraordinario reportaje de Carlos Castro en “Cuarto Poder”) hablaban de la insolvencia, de las deudas de Doe Run, de cuanto tenían que pagarles a los trabajadores, de cómo los angustiados acreedores de esta empresa se atoraban con el sushi mientras pensaban en como no perder su plata, etcétera. Poco escuché o vi, sobre las hasta ahora infructuosas medidas de remediación del Estado para los ciudadanos afectados por la contaminación o del estado de terror que ha instaurado la empresa entre los pobladores, que los inhibe a reclamar y sublevarse por sus vidas.
Es inaceptable quedarse inmóvil frente a tal nivel de apatía ciudadana, aunque recordando el marcado desinterés mostrado por los limeños frente a los embates del terrorismo de Guzmán en tierras ayacuchanas, no debería sorprendernos tanto. Lo que si sorprende en cambio, es que la negación venga del propio Estado y que esta pueda llegar a niveles realmente psicodélicos como lo evidencia la Resolución Ministerial 094-2010/Minsa, publicada en el diario “El Peruano” hace algunos días. Esta norma aprueba el documento técnico “Lineamientos para la Elaboración del Programa de Atención y Vigilancia Epidemiológica, Ambiental y Sanitaria a ser aplicado en cada Emergencia Ambiental”. Tras el documento se han identificado una serie de zonas a nivel nacional “sensibles a la contaminación” (como Quilish, los ríos Corrientes y Pastaza, la zona de Paracas, el Río San Lorenzo, entre otros) que se consideran ambientalmente prioritarias para activar acciones de remediación, y en donde se espera aplicar un Programa de Atención y Vigilancia Epidemiológica, Ambiental y Sanitaria. Increíblemente, no se nombra a La Oroya dentro de las zonas priorizadas ni se le considera una “emergencia ambiental” a ser intervenida.
¿Qué más tiene que pasar para que se priorice y valide la emergencia ambiental que padecen los oroyinos desde hace décadas? Creo que mucho más, ya que pareciera que ninguna atrocidad es percibida como grave cuando acontece en La Oroya. Y pasarán otros gobiernos famélicos y prostituidos frente a la posibilidad de más capital fresco que se harán de la vista gorda; y aparecerán otros señorones con corbata michi como el Sr. Rennert, que seguirán ejercitando negociados antropófagos; y mi amigo redactor me volverá a decir que la historia de La Oroya no vende, y veremos toneladas de candidatos presidenciales prometiendo que no se darán mas extensiones al PAMA, y quizás en ese momento me convenza que estoy loco y que La Oroya no existe.
* Director de Comunicaciones de la Sociedad Peruana de Derecho Ambiental
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Video: entrevista con Astrid Puentes, co-Directora de la Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (AIDA)
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