Si alguien en Alemania se hubiera echado una siesta de cuatro meses, desde principios de marzo hasta finales de junio, habría tenido un despertar con sorpresa. En ese periodo la primera potencia económica europea ha pasado de un plan para ampliar la vida de sus centrales nucleares, a quererlas cerrar todas, a más tardar en 2022.[1]
Por Rafael Poch
17/07/2011. La clave ha sido Fukushima y es perfectamente racional: en el mundo hay 572 reactores, de los que cinco (Harrisburg, Chernobyl y los tres de Fukushima) se fundieron accidentalmente. Eso arroja una probabilidad de accidente nuclear grave del 1%. Además, está el problema de los residuos y muchos imponderables sanitarios en los que no vamos a entrar, como, por ejemplo, el hecho de que el organismo oficial alemán en materia de radiación haya establecido una relación entre la proximidad de una vivienda a una central nuclear y un número más elevado de casos de leucemia infantil… Aquí vamos a hacer la cronología de esa siesta, lo que ocurrió en esos casi cuatro meses, y adelantaremos algunas implicaciones.
Marcha atrás conservadora
En 2002, el gobierno de socialdemócratas y verdes aprobó una ley para cerrar en 2022 la última de las 17 centrales nucleares que en Alemania producen el 22% de la electricidad. Aquella ley era, por así decirlo, el desenlace y resultado de treinta años de movimiento antinuclear en el país.
El 21 de enero de 2010 el gobierno alemán mantuvo una reunión confidencial, que se extendió hasta altas horas de la madrugada, con el lobby eléctrico nacional. El objetivo era desmontar aquella ley de 2002, la llamada “ley de desconexión nuclear”. El pacto del cónclave de Berlín fue una marcha atrás: mantener en servicio las 17 centrales alemanas una media de doce años más allá de 2022. Eso significaba beneficios superiores a los 100.000 millones de euros para las compañías eléctricas y unas 8000 toneladas más de residuos radiactivos (Alemania ya tiene 12.000 toneladas).
En los últimos diez años, la energía nuclear, que no genera CO2 (si se olvidan aspectos indirectos), conoció una especie de rehabilitación en el contexto de la subida de tono del problema del calentamiento global. Pero a diferencia de otros gobernantes europeos, la presión social impedía a la Canciller Merkel (una pronuclear de Alemania del Este que no vivió la influencia del “nuclear, no gracias”), rehabilitar por completo las centrales nucleares. A diferencia de los gobernantes de Suecia o de Finlandia, Merkel, por ejemplo, excluía la construcción de nuevas centrales. Hablaba de la energía nuclear como “mal menor” y “tecnología puente” hacia un horizonte dominado por renovables, pero todo el tiento de su discurso no impedía que destruyera el consenso nacional que los políticos fijaron en 2002.
Para comprender lo que eso suponía hay que explicar el contexto general.
Del consuelo a la estafa
En Alemania el 80% de la población se declara contra los recortes sociales, y más del 60% contra la participación en la guerra de Afganistán y no quiere energía nuclear, pero los partidos que representan al 90% del voto emitido -cinco de las cuatro fuerzas políticas del Bundestag- apoyan tanto los recortes sociales como la guerra, lo que plantea un problema general de democracia. En ese panorama general de ausencia de soberanía civil y de democracia real, la ley de 2002 sugería que, pese a todo, la opinión de la gente contaba algo: después de treinta años de movilización el sistema reconocía la voluntad popular. Merkel destruyó eso e invitaba a los alemanes a la indignación. Por eso, el paso era políticamente delicado y crujía. Pero se forzó. La marcha atrás demostró el poder de consorcios como RWE, primer emisor europeo de CO2.
Ocho meses después, el 6 de septiembre, el gobierno alemán aprobó la marcha atrás pactada con las eléctricas. La hoja de parra que cubría las vergüenzas del asunto fue un anecdótico impuesto por el combustible nuclear dedicado a la subvención de renovables que las eléctricas pagarían, destinando una fracción de los grandes beneficios reportados por la operación.
Es fácil comprender que mucha gente se sintiera estafada y que el movimiento antinuclear cobrara un nuevo impulso.
Pocos días después, el 18 de septiembre, cien mil personas rodearon el barrio gubernamental de Berlín con una enorme cadena humana. La continuidad generacional del movimiento ciudadano quedó confirmada poco después cuando cincuenta mil personas (y veinte mil policías) acudieron a la protesta contra el duodécimo tren con residuos nucleares que llegaba al depósito provisional de la mina de sal de Gorleben, en Baja Sajonia, el único cementerio nuclear alemán, desde el centro de reprocesamiento de La Hague, en Francia.
Hacía más de treinta años que la mina de Gorleben había sido elegida como basurero nuclear nacional, lo que dio lugar desde entonces a una importante resistencia civil, que incluyó el establecimiento de la llamada “República Libre de Wendland” en 1980, un campamento apache en medio del bosque que duró varios meses hasta su desalojo y destrucción por la policía. Los nietos de quienes iniciaron aquello participaban ahora en el bloqueo de vías férreas, que logró retrasar dos días la llegada del convoy con los residuos nucleares al precio de un millar de heridos.
Resurgió una nueva determinación por un lado, mientras que por el otro Merkel y su gobierno se enfrentaban a toda una serie de elecciones regionales que la marcha atrás pronuclear complicó aun más, dando alas al Partido Verde que subía como la espuma doblando sus resultados habituales y estabilizándose alrededor del 25% en intención de voto.
Mi impresión es que la cosa no habría pasado de ese desgaste, fundamentalmente porque la sociedad alemana es más conformista que rebelde, por razones, digamos, culturales. Es decir no habría habido ninguna rebelión decisiva. Pero en eso llegó Fukushima.
Fukushima: el no va más
Japón en 2011 no es la decrépita y demonizada Unión Soviética de 1986. Es el país más experto en terremotos y un líder tecnológico mundial. Y fracasó estrepitosamente. En sus efectos para el gobierno alemán, este “segundo Chernobyl” era mucho peor que el primero. Si Chernobyl había hecho antinucleares a los socialdemócratas, Fukushima se llevaba por delante a Merkel, que iba perdiendo elecciones en cadena; Renania del Norte-Westfalia, Hamburgo, e Incluso Baden-Württemberg, donde la CDU llevaba casi tanto tiempo gobernando sin alternancia como el Partido Comunista Chino (aunque sin “Revolución Cultural”).
El caso de Baden-Württemberg presentaba agravios añadidos. Su Ministerpräsident, Stefan Mappus, era el político más pronuclear de Alemania, partidario de una “ampliación ilimitada” del servicio de las nucleares. En vísperas de Fukushima Mappus cometió la torpeza de comprar, con 6000 millones de dinero público y nocturnidad (eludiendo al parlamento regional y por medio de la empresa de inversiones de un amigo y compañero de partido), el 45% de las acciones del consorcio energético regional EnBW. Ese consorcio es propietario de cuatro centrales que generaban el 75% de su producción eléctrica. Fukushima convirtió esa compra en una inversión ruinosa y todo ello convirtió a su vez a Mappus en un “candidato radiactivo”. Incluso en esas circunstancias Mappus ganó las elecciones -su partido fue el más votado- pero la suma de verdes y socialdemócratas le arrebató el gobierno. Fue así como Baden-Württemberg, granja modelo del conservadurismo alemán, ha sido la primera región del país en tener un “ministerpräsident” verde -aunque sea un verde “como Dios manda”; católico practicante, partidario del orden económico neoliberal y del belicismo.
Rectificar o perder
Con este panorama, llegamos al 14 de marzo de 2011, tres días después del accidente de Japón. En esos tres días a la canciller Merkel le sobró tiempo para comprender que si no giraba, se acababa su carrera política. Así que congeló inmediatamente, por tres meses, su decisión de marcha atrás de septiembre. El accidente de Japón era, dijo, una “nueva situación”, mientras en la bolsa de Francfort caían los valores de los consorcios nucleares. Al día siguiente el gobierno anunció el cierre provisional por tres meses de las siete centrales nucleares más antiguas y Merkel calificaba Fukushima como, “inflexión en la historia del mundo técnico”. En realidad era una inflexión en el mundo interior de la propia canciller, iluminada por la claridad de las encuestas: 71% a favor del abandono de la energía nuclear, 70% considera posible un accidente semejante en Alemania, 80% a favor de la moratoria de la ampliación de la vida de todas las centrales, 53% por la desnuclearización lo antes posible…. Insistir en lo nuclear significaba el suicidio político. Medio millón de manifestantes en protestas organizadas en 20 ciudades alemanas, lo recordó.
Así es como llegamos al 30 de junio de 2011. A propuesta del gobierno conservador, el Parlamento (Bundestag) aprueba con amplia mayoría despedir la energía nuclear a más tardar en 2022. El único grupo parlamentario que votó en contra, Die Linke, lo hizo porque quería introducir la prohibición nuclear en la Constitución, como han hecho los austríacos.
La decisión de prescindir de la energía nuclear incluye una amplia ofensiva en renovables (hoy 17% de la generación de electricidad) que en nueve años deberán generar por lo menos el 35% de la electricidad. La Federación de energías renovables cree que para 2022 es técnicamente factible generar la mitad de la electricidad con renovables. Y para 2050 el 100%.
Todo esto es una clara victoria ciudadana y no habría sido posible sin treinta años de movimiento. Pero, ¿qué alcance tendrá? Podemos ver algunas implicaciones.
Algunas consecuencias
La primera es que si Alemania, primera potencia económica y demográfica de Europa, puede pasarse sin nucleares, quiere decir que todos pueden hacerlo.
La segunda es que el efecto arrastre va a ser inevitable, porque Alemania es un país de referencia y se va a producir un “tirón tecnológico”. Algo parecido puede pasar en Asia, donde Japón, que generaba el 30% de su electricidad en nucleares antes de Fukushima, se va a replantear el modelo, como ha anunciado su primer ministro. De momento, el gobierno ha suspendido las conversaciones exportadoras que mantenía con India, Emiratos Árabes Unidos, Turquía y Brasil.
La gran diferencia con la época de Chernobyl es que en los veinticinco años que separan ambos accidentes ha habido un enorme progreso en el campo de las renovables. Ahora se puede hacer mucho negocio con ellas.
Hace dos años el jefe de Siemens, Peter Löscher, hablaba de construir 400 reactores en todo el mundo hasta 2030. Todo eso se ha enfriado. Los grandes consorcios alemanes de ingeniería, como Siemens, ya tenían fuertes apuestas en renovables antes de Fukushima, pero ahora su apuesta nuclear se enfría más, como se ha visto al abandonar contratos con la francesa Areva y suspender planes de grandes contratos con Rusia.
La situación también complica los negocios nucleares en marcha. Siemens construye actualmente una central nuclear de Angra, cerca de Río de Janeiro. Con tecnología de los años setenta considerada insegura en Alemania, lo que plantea algunas preguntas que la ciudadanía, de Alemania y de Brasil, puede formular fácilmente; ¿Lo que en Alemania se considera “incontrolable” (en palabras de Merkel), es válido para Brasil?
Esta situación puede ser particularmente importante para los países en desarrollo más punteros siempre pendientes de una “última modernidad tecnológica” a la que lo nuclear ya no pertenece. China cuyos dirigentes no son entusiastas de lo nuclear –aunque por razón de la enormidad de su demanda energética son los primeros constructores de nucleares del mundo- seguramente van a tomar buena nota de lo que se hace en Alemania y Japón.
Habrá que ver qué pasa con las nuevas dudas y rectificaciones en Europa. Hasta Francia va a sentir la presión. Algunas centrales nucleares francesas ya están en la picota de la opinión pública alemana por razones geográficas. Los alemanes comprenden que no basta con cerrar sus centrales, cuando, en el Sarre o en Baden Württemberg tienen, allá al lado, cafeteras nucleares francesas en servicio. En el Sarre es el caso de la central francesa de Cattenom que lleva veinticinco años funcionando, tiene un historial de 750 incidentes y averías, y el gobierno quiere mantenerla hasta el 2050. Algo parecido pasa en Alsacia.
No se puede ser verde e injusto a la vez
¿Qué pasará a partir de ahora con el movimiento civil antinuclear alemán? En primer lugar mucha gente no está de acuerdo con el 2022, quiere una retirada mucho más inmediatade las centrales y va a segur protestando. El Partido Verde, que abogaba por un cierre en 2017, se ha plegado a la decisión de 2022 en aras a reconstruir un consenso nacional. Sacrificar cinco años a ese objetivo parece razonable. Para eso el partido celebró un congreso extraordinario en junio. Pero más allá de estos detalles, la gran pregunta se refiere a los grandes oligopolios energéticos.
La reconversión energética que ahora empieza, incluida la generalización del automóvil eléctrico, significará inversiones y grandes obras por valor de centenares de miles de millones de euros. En Alemania los grandes parques eólicos estarán situados en el Mar del Norte y en el Mar Báltico.
Para el transporte de su energía al sur del país se necesitan nuevas “autopistas energéticas” de gran impacto ambiental. Para paliarlo se habla, por ejemplo, de trazarlas sobre las redes ferroviarias, o de soterrarlas. El problema es que los mismos oligopolios y la misma ideología al servicio del lucro privado que en su día determinaron la apuesta nuclear estarán al mando de la operación. Un oligopolio es, por definición, antidemocrático. Con las renovables continuarán dictando los precios y determinando la estrategia centralizada y paisajísticamente destructora. Previsiblemente, sus decisiones continuarán despreciando a la mayoría social y beneficiando a una minoría.
A nivel general, los “grandes proyectos imperiales” con las renovables destruyen las posibilidades democratizadoras que esos recursos contienen, es decir, una producción descentralizada y con una planificación más democrática. El proyecto “Desertec” es un ejemplo: la idea de generar con parques solares en el norte de Africa el 15% de la demanda eléctrica europea es interesante en principio. Pero en las actuales condiciones políticas y sociales los problemas saltan a la vista: los beneficiarios serán las oligarquías, del norte de África y de Europa, el transporte requerirá nuevas gigantescas redes. Las posibilidades de desmanes están a la vista. Y en el proyecto están metidos los mismos de siempre: el Deutsche Bank, Siemens, ABB, E.ON, RWE, etc. Es decir: los mismos consorcios de la nuclear.
Todo esto nos devuelve a una reflexión muy básica sobre el proyecto de sociedad: la de que no hay democratización efectiva que no conjugue lo verde (es decir el respeto al medio ambiente y una política energética y un modo de vida global sostenibles) con la justicia social.
Como dice Samir Amin, “los verdes han quedado atrapados en un impasse porque no integraron la dimensión ecológica en una crítica radical del sistema socio-económico”. Ningún partido representa esa carencia mejor que el Partido Verde alemán.
Fundado en 1980 por el movimiento cívico, se convirtió, desde 1999, en algo parecido a un partido de derechas con sensibilidad ambiental que apoya el neoliberalismo social, el belicismo imperial y que mira con manifiesta desconfianza al movimiento ciudadano. (Su presidente, Cem Özdemir, dice, por ejemplo, que Wikileaks es un “peligro para la democracia”). En sólo 19 años el Partido Verde alemán ha sido integrado por el establishment, aunque en algunos aspectos sea útil.
La indignación ciudadana alemana por la marcha atrás de Merkel ha ignorado por completo los temas de recortes sociales y de belicismo en los que Alemania y Europa están metidos. En Alemania, lo antinuclear no ha sido estos meses la chispa que podría haber encendido una indignación nacional general, es decir; la de la escandalosa gestión de la crisis en Europa, la del descontento sindical por los salarios congelados desde hace más de una década y el avance de la precariedad laboral, y el antibelicista, que tienen importantes consensos en la sociedad.
En un contexto de apuesta del sistema por las renovables, el movimiento social y ciudadano sigue siendo tan necesario como siempre. La situación alemana recuerda que tal movimiento sólo será transformador y democrático, en el sentido genuino de la palabra, si se inscribe en una critica general del sistema. En definitiva: queremos las renovables para vivir de otra manera.
NOTA: [1] Conferencia impartida en la Fundació El Solá (http://www.fundacioelsola.org/ca/la-fundacio-el-sola) de La Fatarella (Terra Alta), el 9 de julio