El otro día me pasó algo curioso: por casualidad, conocí a un obrero de la minería al que, luego de años de trabajo, despidieron hace unos días de Pascua Lama y que también trabajó años en Veladero. Tras un buen rato de charla, vino en mano, fui al hueso. Entre vino y vino, un obrero me lo confirma: a las mineras no les importa más que llevarse la guita a sus países.

 

Por Ulises Naranjo publicado en Mendoza On Line

“Padre, ¿qué le han hecho al río que ya no canta,
que resbala como esos peces que murieron bajo un palmo de espuma blanca?
Padre, el río ya no es el río.
¿Qué le han hecho al bosque, padre, que no hay un árbol?
¿Con qué leña encenderemos el fuego y en qué sombra nos cobijaremos
si el bosque ya no es el bosque?”.
“Padre” (fragmento), Joan Manuel Serrat.

Aún recuerdo esas siestas de la infancia, sentados en el fresquito del zaguán del Tero, allá en la calle Luzuriaga, en el oeste hostil de Godoy Cruz, descubriendo la música y la poesía a partir de sus manos en su guitarra criolla. Eran todos más grandotes que yo, pero, por ahí, mi hermano me dejaba acurrucarme en un rincón abrazándome las piernas, para escuchar canciones de rock y de folclore. A veces, el Tero recitaba “Padre”, de Serrat, y luego se largaba con la melodía, en un catalán que ha de haber sido horrible, pero nadie sabía catalán y, por eso, era hermoso.

A mí esa canción me impresionaba profundamente. Esa inexplicable belleza para describir un paisaje arrasado me dejó una huella imborrable, una especie de señal de perplejidad que aún hoy me sigue alimentando. Ese recitado y el de Vallecito de Huaco, por los Quilla Huasi, fueron unos de mis primeros acercamientos efectivos a la poesía.

“Y usted nos dijo, Padre, que donde hay pinos hay piñones, que donde hay flores hay abejas, y nos dan cera, y nos dan miel. Pero el campo ya no es el campo. Alguien anda pintando el cielo de rojo y anunciando lluvia de sangre”, recitaba el Tero y yo, que en aquellos años aún creía en Dios, vivía en carne viva ese callado estupor al que te someten las religiones, cuando vos querés saber, pero te dicen que lo mejor es creer.

Poco tiempo después, solté las amarras de las creencias y entendí porque se dice que la ventaja de ser inteligente es que te podés hacer el choto; mientras que al revés es imposible. O sea: una vez que descrubrís que hemos auspiciado una tremenda capacidad de daño nuclear, que este planeta ya no es enorme y que podemos destruirlo apretando botones, bueno, entonces, ya no te podés hacer el choto y, entonces, tomás posturas, para que el río no deje de ser el río. Algo así –en apretada síntesis, como dicen los relatores deportivos– me ha sucedido, entre otros, con el tema de la megaminería.

Suelo decir que no manejo argumentos técnicos para, por caso, defender glaciares, cuevas de pumas, cauces de riego y atardeceres. Los defiendo de puro metido en ellos; así los defiendo. Vivo en un lugar, Mendoza, donde hay poca agua y mucho paisaje y aire puro. Soy de esa clase de gente que va a las montañas y las sube y no me vuelve de ellas más que una foto y una bolsa con residuos y quiere que sus hijos y nietos, de ser posible, hagan lo mismo. Soy, gracias a la montaña, una persona más buscando vivir su propia versión de la épica, pero, a la vez, buscando paz en los caprichos de la geografía.

Pues bien, el otro día me pasó algo curioso: por casualidad, conocí a un obrero de la minería al que, luego de años de trabajo, despidieron hace unos días de Pascua Lama y que también trabajó años en Veladero. Tras un buen rato de charla, vino en mano, fui al hueso:

-¿Es verdad que las mineras hacen mierda todo en esos lugares?

– ¿La verdad?, me dijo él.

– Sí… la verdad, le dije yo.

– La verdad es que no les calienta una pija lo que se pierda o se mate. Es mi laburo, lo volvería a hacer, porque come mi familia con eso. Pero los tipos te mandan a perforar lo que sea y, salvo que se manden tremendas cagadas como la del glaciar en Chile, nadie se entera y los controles de los gobiernos y las organizaciones sociales no existen.

Subí está anécdota a mi Facebook y el post explotó con un debate con más de cien comentarios. Entre todos los aportes, el nutricio intercambio se centró en los de un par de (llamémoslos así, para resumir) “promineros”, Natalia Tenti y Martín Carotti, y los de un (llamémoslo así, para resumir) “ambientalista”, Pedro Zalazar. No obstante, no es intención de esta columna reproducir esas posturas (si gustan de analizarlas en detalle, mi Facebook es público, cualquiera puede acceder a él), ricas en argumentos y también en ironías.

En cambio, pongo el acento en mi postura al respecto de los proyectos de la megaminería. Copio lo que escribí al respecto en la red social: “Yo no conozco casi nada del tema minería. Mis argumentos están flojos de papeles. Sé que para algunas cosas es importante que haya minería y que el gobierno busca atraer este tipo de fabulosas inversiones, pero también –como buen amante de la montaña que soy– que es más importante que haya agua, guanacos, pumas, cóndores, glaciares, quebradas y respeto por la Tierra y su cultura. Apenas sé que en sus países de origen, Canadá por ejemplo, no les permiten hacer las cosas que vienen a hacer acá. Y que se llevan casi toda la guita que hacen acá, para allá. Ahora, en confianza, un obrero despedido me confirma aquello que ningún antiminero, prominero, funcionario o periodista podría confirmar tan tajantemente: no les calienta una pija cuidar el ambiente”.

Y me reafirmo en esta mirada: yo, en este tema, elijo elegir, aunque lo que elija, en principio, no le convenga económicamente a la ciudadanía de mi país. Elijo que el río siga siendo el río y el bosque siga siendo el bosque. Elijo por actitud vital e, incluso, por preferencia estética, sanitaria y deportiva. Elijo, claramente, perder dinero: ¿no es acaso posible elegir de esta manera? Me digo, para empezar.

Los que quieren meter máquina y estallido enarbolan su rosario de razones: que hay minería en todos lados (computadoras, celulares, joyas, autos, cables, maquinaria minera, explosivos, etcéteras), que no impactan tanto como dicen, que usan poca agua, que si contaminan, delinquen y hay que castigar, que la plata que queda es más de la que se dice, que pagan altos sueldos y crean fuentes de trabajo, que toda actividad impacta, que hemos perdido la cultura del agua y que la agricultura hace desastres, que hay que perfeccionar los controles y un blablablá de cosas por el estilo.

Yo los he oído y les digo, más o menos, así: “¿Saben qué? Puede que en varias de esas cosas tengan razón, es más ¡tienen razón!, pero, ¿saben qué?, yo elijo decirles que no; así, no. Vayan y abran otro Pascua Lama y otro Veladero, si los dejan, en Canadá, Estados Unidos, Suecia, Siena o Suiza y, bueno, después en todo caso nos cobran más caros aún los productos que fabriquen, cosa que de todos modos harán. O barajemos y demos de nuevo, cosa que jamás aceptarán.

Hagan buen parte de lo que quieran, pero no lo hagan aquí, porque, digámoslo así, somos gente terca, que no ve razones y que prefiere dejar sus paisajes como están o, en todo caso, impactados, pero por el turismo o el deporte, que también deja su daño. Tal postura, también, las hago extensiva a todos los gobiernos (en particular, a nuestro gobierno nacional, el mejor que hemos tenido en varias décadas, el mejor que yo recuerde –bueno, ufff, aquí les doy excusas a algunos brontosaurios ocultos en el follaje, para que se vayan de tema y me ataquen por pensar como pienso, qué le vamos a hacer–). Pero nosotros no nos iremos de tema.

Sé, para mí, que todo discurso es ideológico: desde la confección de un inocente diccionario que deja fuera palabras fundamentales como forro o pelotudo, al supuestamente “objetivo” discurso periodístico o el enclaustrado análisis académico y hasta la imposible tabla periódica de elementos. Todo –ciencia incluida– está atravesado por lo ideológico (vamos a ejemplos dramáticos: si alguien me dice “no te quiero más” o “la recta es recta, no hay otra”; yo dudo que así sea, me digo, al analizar los discursos “mmm, tal vez aún me quiera” y digo “si todo se mueve y el vacío es curvo y la ausencia vuelve, por ahí no es tan, tan, tan recta la recta, ¿no?).

Los que defienden la megaminería, se ciñen a la existencia de pruebas y, ante la dificultad de dar con ellas, por imperio de lo que la actividad en sí misma supone (lejanías, alturas, prohibiciones de acercamiento, peligros varios por explosiones y contaminaciones, etcéteras), dicen que las empresas mineras son más buenas que Lassie. Los que se oponen a los proyectos megamineros tienen, a su vez, su propio rosario de razones, de daños probados y de leyes que militan.

Yo, en cambio, para este caso, elijo no probar nada. Elijo, esta vez, seguir probando el agua que baja y hace que el río siga siendo el río y trabajar para ello. Elijo –por historia, por amor y por cultura– mi pobreza a su tesoro.

Mírenme, señores bilingües, con mis amigos, sucio y transpirado, sentado en la cima de un cerro comer una frutas y beber sorbos de agua, perdidos los ojos en las pieles del paisaje. Somos malos para los negocios: preferimos sentarnos sobre un cerro, panza arriba, y no sobre una montaña de improbables dólares.

Amamos los paisajes sin hoyos como vientres partidos desde adentro. Y que la montaña siga siendo la montaña y el río, el río. Eso es todo.