La gran minería en su peor escenario. San Fernando del Valle de Catamarca, Argentina. Por lo que se está viendo, ni una larguísima tradición minera, ni la “gracia” de contar con yacimientos tan incontables como inmedible es el potencial de cada uno de ellos, ni la necesidad de estos pueblos de emerger del atraso económico lo antes posible, ni el apoyo de los gobiernos de la Nación y de las provincias a la explotación de unos tesoros que ahora tienen la oportunidad de dejar de ser carbones dormidos e improductivos para alcanzar su destino de verdadera vitamina para el desarrollo; nada de esto es garantía de apoyo popular en circunstancias en que la maquinaria de la gran minería ya está aquí –el caso de Catamarca- desde hace unos años y en plena labor, o, como ocurre en La Rioja, a la espera de que la protesta antiminera despeje el acceso al Famatina. Si lo natural hubiese sido que las provincias “mineras” viviesen en estos días un tiempo de regocijo extraordinario, nada menos que las vísperas de encontrarse con su destino, ha de haber ocurrido algo verdaderamente traumático para que tal regocijo histórico no deje ver indicio alguno. No sólo eso: lo que se encuentra es, por el contrario, escepticismo y franca actitud de rechazo, dispuesta a enfrentar todo intento de explotación minera a cielo abierto.
Los proyectos mineros entrañan, para muchos, designios poco menos que diabólicos. Son –así dicen- aniquiladores del paisaje, causa de enfermedades de altísima gravedad, fuentes de contaminación de alcance imprevisible, envilecedores del agua; en suma, enemigos de la vida.
Sin duda, en estas provincias el florecimiento minero ha aparecido en un momento que podría juzgarse su peor escenario. En unos años de exaltación defensora del medio ambiente hasta extremos que ponen en riesgo, en muchas ocasiones temerariamente, el desarrollo de pueblos sumergidos durante siglos. En días de un debate ecológico todavía no circunscripto a argumentos de reconocida comprobación científica. En tiempos, por otra parte, de una voracidad económica que no se detiene ante riesgos de daño ambiental posible y de un nivel de corrupción pública y privada que podría insensibilizar a quienes conducen la suerte de los pueblos.
Y a todas estas perplejidades, fanatismos y malicias hay que añadir un dato de solidez irrebatible: la experiencia ha mostrado aquí que el dinero de la minería a gran escala no produce necesariamente ninguna edad de oro allí donde se desarrolla, cualquiera sea el monto de dinero que ponga en posesión del Estado dueño de los yacimientos. Es lo que ha ocurrido aquí: los más de 2 mil millones de pesos recibidos a lo largo de los 15 años que lleva la explotación de La Alumbrera no han modificado en nada las condiciones que supuestamente se iban a revertir en la provincia con las utilidades. El hecho de que la situación sea de responsabilidad manifiesta, no de La Alumbrera sino de los gobernantes locales, no alterará la idea: la gran minería no justifica la manipulación del patrimonio natural de los catamarqueños.
La pregunta que sale al encuentro más inmediatamente indaga si no sería prudente esperar otro escenario menos adverso, en que los términos de la discusión sean no presunciones ni verdades voluntaristas de uno y otro lado sino realidades comprobables. Pero esto implicaría dejar de lado aquella advertencia del Martín Fierro según la cual “la ocasión es como el fierro: hay que machacar caliente”.
El mal uso de los recursos producidos por La Alumbrera acentúa la reacción que se opone a la explotación minera a cielo abierto