El derrame de 10 mil 800 toneladas de material tóxico de una mina propiedad de grupo Cam Cab SA de CV en el arroyo Chupaderos, afluente del río Baluarte, en Sinaloa, vuelve a poner en perspectiva el potencial destructivo de la industria extractiva, los niveles de irresponsabilidad con que operan esas empresas y la falta de voluntad o de capacidad de las autoridades para contener un negocio cuyo nivel de ganancias es proporcional a la devastación ambiental, laboral y social que suele generar en el entorno.

Fuente: La Jornada
A más de dos meses del derrame de 40 millones de litros de sulfato de cobre en los ríos Bacanuchi y Sonora, protagonizado por Grupo México, queda claro que la impunidad que ha prevalecido en torno a ese asunto ha servido como acicate para la reproducción de escenarios similares: las mineras porfían en prácticas corporativas irresponsables que derivan o conducen a la contaminación de ríos y mantos freáticos y los representantes institucionales siguen mostrando una actitud de injustificable obsecuencia hacia esas corporaciones. Dichas actitudes son particularmente nocivas en un entorno en que prácticas como la comentada tienen un alcance mucho más amplio y generalizado que el que podría inferirse a partir de la tibieza gubernamental, como han documentado las organizaciones sociales que agrupan a afectados por la actividad extractiva. Un dato significativo es que, de acuerdo con la Comisión Nacional del Agua, 70 por ciento de los ríos en la región presentan niveles de contaminación, fenómeno atribuible en buena medida a derrames de desechos mineros.

Lo cierto es que, hasta ahora, a pesar de la abundancia de señalamientos que apuntan a corporaciones extractivas, ni gobiernos ni organismos internacionales han sido capaces de obligar a esas compañías a realizar su tarea en condiciones laborales y ambientales aceptables y decorosas. Ello contribuye a perpetuar el desdén de las empresas mineras nacionales y extranjeras por el entorno, la vida y la salud de los habitantes aledaños a los sitios en los que cuenta con explotaciones y a reproducir un patrón de impunidad que se traduce también en el recurrente número de muertes de trabajadores en socavones con condiciones insalubres e inseguras.

La conducta omisa de las autoridades ante el potencial devastador de las corporaciones mineras, nacionales y extranjeras, podría resultar sumamente costoso para el propio grupo gobernante, en la medida en que alienta factores de descontento social, de hartazgo y de zozobra que se suman a un escenario de por sí marcado por una exasperación creciente, a su vez consecuencia de la incapacidad gubernamental en otros ámbitos, como el de la seguridad pública. Es preciso impedir que ocurran nuevas muertes en los socavones por las ínfimas condiciones de seguridad, que nuevas regiones se sumen a los paisajes devastados que deja tras de sí la minería y que las corporaciones de este sector sigan destruyendo comunidades y alterando la vida de regiones enteras.