El sábado pasado se cumplieron 10 años del plebiscito de Esquel que decidió frenar el primer emprendimiento megaminero a cielo abierto con lixiviación de cianuro. Aquel 23 de marzo de 2003 dejó muchas enseñanzas. Los capitales transnacionales aprendieron que un negocio de esta envergadura sólo podía ser viable con la licencia social o permiso/consentimiento de las poblaciones locales. Los representantes gubernamentales en el nivel municipal, provincial y nacional, confirmaron que su representatividad es un pacto que debe renovarse en cada paso del desempeño político y no exclusivamente en el acto electoral que los designa como tales. Y los científicos debiéramos acusar recibo del llamado de atención por parte de la ciudadanía sobre el sentido de nuestras investigaciones como aporte a la sociedad en que se desarrollan.

 

Por Ana Mariel Weinstock *

Hace tiempo que la ciencia, en general, y la ciencia ambiental en particular, asumió su rol social y aceptó que sus realizaciones no se producen de manera aislada. El laboratorio es una etapa pero no la totalidad del proceso de conocimiento que tiene sus implicancias simbólicas y prácticas en un contexto histórico social determinado. Existe cierto consenso entre quienes nos dedicamos a la actividad científica en esta afirmación. No obstante, resulta oportuno tomarnos examen y observar qué sucede con nuestras prácticas.

Hace 10 años, el voto popular nos dijo que “desarrollo” es un concepto que no se limita al progreso económico sino al bienestar integral económico y social, respetuoso de la diversidad y la interacción culturales para las actuales y futuras generaciones; que “comunicación” no se restringe a la circulación lineal de informaciones, sino a la interacción y retroalimentación de impresiones, dudas, sentimientos o convencimientos; y que “participación” no es un mero mecanismo que garantiza la libre expresión de ideas, sino una consulta de opiniones con posibilidad fehaciente de intervenir en las decisiones.
En las urnas y en las calles, la población había dicho “No es no”. Sin embargo, tuvo que venir una consultora internacional, la Business Social Responsability (BSR), para decretar la falta de información adecuada, la falta de respuestas técnicas tanto a las preocupaciones medioambientales como a los beneficios económicos y la actitud de subestimación a la comunidad local por parte de la compañía Meridian Gold.

Pero dicha subestimación no fue exclusiva de empresarios y políticos. Sin ir más lejos, en noviembre del año pasado, durante una reunión en el Teatro del Muelle destinada a difundir el marco regulatorio de recursos no renovables (que en ese entonces incluía a la megaminería), una alta autoridad de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la UNPSB calificó de antidemocráticos al público adverso y quiso hacerse pasar por “un vecino más que viene a informarse” cuando ya había hecho pública su posición prominera, por ejemplo, al firmar la Declaración de de la Red de Académicos por el Desarrollo Sustentable. El episodio del Teatro del Muelle quedó registrado al final de un video subido a la web y al igual que en Esquel, volvía a confundirse información con propaganda, comunicación con alineación de posturas y participación con discusiones inocuas y desgastantes.

En estos 10 años, recuerdo un sinnúmero de situaciones concretas donde lxs científicxs tanto de las ciencias “duras” como de las “blandas” no terminamos de aprender la lección; y descubro con asombro que siguen operando muchos mitos en la ciencia que creíamos superados.

En primer lugar, el de la neutralidad valorativa. Neutralidad no es sinónimo de objetividad. No podemos ser neutrales porque siempre producimos conocimiento desde una posición temporal, geográfica, biográfica, teórica e institucional, entre otras coordenadas. Es decir, es imposible escribir o reflexionar desde ningún lugar, en el aire. Sí, podemos asumir dicha posición y desde allí producir análisis lo más amplios y complejos posibles, incluyendo todas las variables posibles, ejerciendo esa distancia crítica de la que tanto se ocupó la metodología y la epistemología. Así, podremos ser más o menos objetivos.

Otro gran mito es la fascinación por la tecnología y la creencia en que ella salvará el planeta, independientemente de dónde se desarrolle, quiénes están involucrados, cuáles son las responsabilidades de los involucrados, las causas, el contexto político y económico en el que se genera, la intensidad con que se manifiesta, en otras palabras, independientemente del modelo de desarrollo y la realidad social en la cual surge el problema.

Si bien de manera minoritaria, estas representaciones continúan vigentes. Recuerdo que allá por el 2008, cuando me encontraba escribiendo mi tesis de maestría, recibí el gentil y desinteresado aporte bibliográfico de una investigadora perteneciente a la Unidad de Geología del CenPat. Dicha científica no podía creer que una minera del siglo XXI hubiera planeado asentarse sobre un glaciar subterráneo y con muy buena intención pero con mucha ingenuidad, me mandaba a consultar la web de Barrick Gold para “informarme bien”. Luego vino la Ley de Glaciares, con todas sus idas y vueltas previas a su aprobación.

Cuatro años más tarde, en junio del año pasado, la dirección de esa institución científica respondía negativamente al pedido del ambientalista Rodriguez Pardo para dar una charla abierta sobre megaminería: “… sería extremadamente dificultoso separar la opinión del ponente, de la opinión del CONICET en torno al tema en cuestión y al debate que también se da entre los investigadores. En el seno de nuestra institución se está dando tratamiento a las implicancias de la minería a través de los canales científicos y académicos rutinarios y en foros de discusión interinstitucionales, no estamos aun en condiciones de convocar a charlas abiertas al público”. Finalmente, la charla se realizó en el Aula Magna de la UNPSJB.

¿Qué hubiera pasado si la movilización de Esquel no hubiera existido? Seguramente, las cosas hubieran sido más simples y fáciles. Hubiéramos ahorrado litros de tinta y días de discusiones y debates en buenos y malos términos. Hubiéramos impedido que una opinión nos desvele, rehuido la crítica, escatimado la realidad. Hubiéramos evitado el desafío de ser protagonistas.

* Doctorante UBA. Autora de “Si a la vida, no a la mina”. Voces y acciones confrontando el modelo de desarrollo en Patagonia. Editorial Académica Española, 2012.